domingo, septiembre 24, 2017

Joaquín Pérez Azaústre

Desreunida

He leído todos los libros de poesía de Alejandro López Andrada. El suyo es un mundo singular que encuentra ecos palpables en otros escritores cercanos en latido y en visión: pienso no solamente en el caso evidente y conocido de Julio Llamazares y La lluvia amarilla, sino también en el Antonio Colinas de Días de Petavonium. Aquí hay un escenario que solo vive ya en los ojos de su protagonista, que es el hombre silente, con su pulso de roca, que lo vive y lo escribe, que lo mantiene intacto y lo recrea, con su profundidad de campo y de frontera, llegándolo a mezclar con su propia sangre aquilatada, en la que también arden el romero y la encina. No se trata solo de una manera de escribir, aunque podría. La de López Andrada, un autor que es esencialmente poeta, su estilo de escritor, es una sucesión de imágenes combadas en una luminosa bóveda de cuarzo, un deslumbramiento exacto en los matices que conocen el tacto de las hojas, la rugosidad mortecina de un pájaro, la fiebre de un relámpago que atraviesa de pronto la soledad de un hombre. Nota aquí.


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