Termómetro de mercurio
Las mujeres de mi familia
se han mirado en el espejo,
no solo para corregir el mechón desordenado,
pasar la yema de los dedos por el rostro
-ajustar el maquillaje-
o sonreír diciéndose “ya estoy lista”.
También lo hicieron,
para tragar saliva tras el azogue
como único espacio opaco del mundo;
contener lágrimas, todo está bien, algún crucigrama de mi madre, mercromina...
Aún recuerdo el armario del baño
en el que se mezclaban pintalabios,
rímel, alcohol, tiritas, agua oxigenada
y la voz de mi abuela:
“Si te pica la herida,
es que se te está curando.”
En ese espacio,
conservo un termómetro de mercurio
que alberga su mirada
como bola de nieve
y que a veces giro.
Recuerdos en suspenso,
reloj de arena.
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