lunes, septiembre 24, 2018

Jorge Drexler

Uno no escribe sobre lo que quiere, sino sobre lo que puede.


El Óscar está confinado tras la puerta de cristal de un aparador. Al lado de la estatuilla a la mejor canción original de 2005 se acomodan como pueden dos Grammy y un Goya: ese estante vale por toda una carrera, pero pasa desapercibido en el horror vacui de un salón de un piso señorial en pleno barrio de Chueca, en Madrid, abarrotado de instrumentos, cables, pedaleras y maletas de viaje. En la habitación luminosa, un hombre de vaqueros gastados, camiseta a juego y barba descuidada pero cuidada contesta al timbrazo de la puerta con un «voy» y corre a recibir a una señora de setenta y cinco años.
Viene a buscar una guitarra. Después de rebuscar entre las diez, doce, quince que adornan la estancia, el hombre elige una añeja Takamine y se la entrega a la señora. «¿Sabe afinarla, Felicitas?». «Sí, sí», le contesta. Y se despide de ella advirtiéndole: «Cuídela. Esa guitarra es la que me traje de Uruguay y con ella grabé ocho discos». Nota aquí.

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