Y esto es todo
Lo que de verdad nos desconsuela es darnos cuenta de que es la vida en sí, la vida de todos, lo que es tan poca cosa.
Acaba de morir, a los 93 años, Carmen Carlavilla, una mujer modesta y luminosa. Una pequeña vida que se apaga. Estuvo viniendo a limpiar mi casa durante décadas y terminamos desarrollando una relación muy familiar. Aprendí primero a admirarla y después a quererla. Venía de una España paupérrima y profunda; de todos los hermanos, Carmen había sido la designada, como antes se hacía con mujeres como ella, para quedarse a cuidar a los padres ancianos. Cuando fallecieron, ella estaba cerca de los 50 años, era casi analfabeta y no había tenido nunca novio. Al llegar a mi casa se puso a estudiar y se sacó el graduado escolar. En lo del novio, en cambio, no hubo novedades. Supongo que nunca conoció varón, pero eso era algo que no parecía preocuparle lo más mínimo y que desde luego no la convertía en una pacata. Era una mujer plenamente viva. Bajita, cuadrada, recia, con un precioso pelazo negro que llevaba siempre corto, ojos chispeantes y abundante sonrisa. Tenía un sentido estético innato, una vena artística que se le manifestaba en las bonitas labores que cosía y bordaba, pero también en la elegancia natural con la que se vestía, en lo bien que combinaba los colores, en un don formidable para crear magníficos ramos con cualquier ramita que recogía del campo. Y era, sobre todo, una buenísima persona, generosa y humilde. De hecho, murió por no molestar, como conté en un artículo hace unas semanas. Por no molestar a las enfermeras, se levantó sola de su cama de hospital y se cayó.
Y esto es todo. Son 93 años que se pueden resumir en un párrafo. En el breve texto que acabáis de leer. Se diría que estas existencias en apariencia tan menudas nos dejan un mayor desconsuelo, como si se deshicieran como un azucarillo mojado entre los dedos. Tan poca cosa fue su vida, nos decimos. Pero en realidad esta reflexión es un error. En primer lugar, porque lo que de verdad nos desconsuela es darnos cuenta de que es la vida en sí, la vida de todos, lo que es tan poca cosa. Intentamos huir de ese vacío existencial haciendo 10.000 planes, intentamos escapar con el “afán”, como decía genialmente Luis Landero en su novela Juegos de la edad tardía, es decir, con el deseo, el sueño, el anhelo de cumplir grandes logros, pero, ¿sabéis qué?, la democrática muerte siempre nos iguala. Para comprobarlo no hay como entrar en un cementerio y pasearse por las zonas antiguas; ver los grandes mausoleos del siglo XIX con toda esa estridencia de mármoles y ángeles, y leer esos nombres que hoy nadie conoce ni recuerda, tipos que se creyeron el colmo del poder y del triunfo, rutilantes prohombres de la patria que, por añadidura, quizá fueron en su momento unos tipejos, machistas, tiranos, explotadores, esclavistas. Bien olvidados están, bien segada su memoria por la guadaña niveladora de la parca. Ninguno de ellos fue ni un ápice más importante que Carmen Carlavilla. O que mi madre. O tu padre. Que todos esos individuos que vivieron dentro de la oscuridad social y que aparentemente no fueron nadie, nada, tan sólo unas personas buenas y cabales. Nota aquí.
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