Vallecas
un muchacho delgado y muy moreno.
El barro y las chabolas,
humedades
en la pared y el pecho.
Los domingos salíamos al baile.
Fumábamos Bisonte. Y muchas noches
soñábamos trabajar en algún banco.
Vallecas era una república sin leyes.
Un canto libertario.
No sabíamos
qué hacer ni siquiera si podíamos
vivir de otra manera que de aquella
que siempre nos pareció maravillosa.
Recuerdo la cerveza los domingos
en el bar de la calle y las partidas
de cartas. Y las broncas.
Pandillas
como las de West Side Story
Y el autobús cansado cada lunes.
Y las bolsas de plástico en los pies
para que no se mancharan los zapatos.
Y recuerdo también a aquella niña
que me dio su pañuelo y el perfume
que me inunda cada noche, cuando
sueño con la tibieza de sus pechos.
Y el dolor, las toses de los niños,
el olor a humedad que te impregnaba
hasta el hueso y la carne.
La tristeza
de un horizonte sin luz y sin asfalto.
Y el viejo militante que juraba
que este año caería el dictador.
Los panfletos sembrados en las calles
al despuntar el día.
Y el miedo de los hombres,
las mujeres de luto permanente,
y los primeros fríos,
las fiebres del abrazo,
cuando era una muchacha territorio,
maravillosa tierra no marcada
en ninguno de los mapas conocidos.
Y todo, todo eso, no ha podido
borrarlo lluvia alguna porque nunca
podrán arrebatarnos la certeza
de que a los quince años
ganamos para siempre
la vida que latía en nuestros cuerpos.
Foto de Raul Cancio.

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