miércoles, septiembre 03, 2014

Sonia Fides

GRACIAS RODOLFO, GRACIAS MANUEL               

El final de las horas lentas siempre llega, el verano es un hombre condenado a morir, y el sábado treinta de agosto no iba a ser una excepción.  Llegué a Madrid  después de haber vivido muchos días como aquella Eva antes de que bebiera los vientos por ese jugo con sabor a manzana que en realidad no era nada más que el primer veneno que caía sobre la boca de un hombre. La ciudad era un desierto de coche quietos y espejismos. El aire ficticio agitaba mi pelo mientras las autopistas se defendían de la masiva vuelta de los cuerpos  exiliados.  En realidad la ciudad había dejado de existir. Yacía desecha bajo la voz de ese hombre capaz de conmover a la propia vida con palabras que hablaban sobre hijos de un mismo padre que pierden la memoria y prefieren adornar su árbol genealógico con los nombres de sus hermanos muertos. Crónica aquí.


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