Un rumbo señalado
Al llegar a Madrid no pude bajar la cabeza. Lo contemplaba todo
Antes de llegar a Madrid, solía caminar mirando al suelo. No sabría contaros el motivo. Desde luego, no lo hacía con el objetivo de no tropezarme o no carme, pues la torpeza es algo que me acompaña desde siempre. Era por otra cosa. Creo que me permitía ensimismarme, caminar por mi mundo sin obstáculos. Pensar en mis cosas con lentitud mientras afuera el mundo continuaba su camino sin contemplaciones. Siempre me ha gustado pasar desapercibida, que el foco de luz se centre en otro sitio y que nadie perciba mi movimiento. Me siento más segura así.
Sin embargo, al llegar a Madrid no pude bajar la cabeza. Lo contemplaba todo: los edificios prominentes de fachada majestuosa; los semáforos que se elevan como brazos de grúas musculosas; la iluminación estridente que chilla desde los anuncios puestos en alto; las azoteas desde las cuales uno adivina la ciudad entre las nubes y la polución; las luces que cuelgan tendidas del aire y se balancean según el antojo del viento; los andamios frágiles en los que obreros fornidos se cuelgan como si fueran hojas conocedoras de su dirección. La ciudad se despliega en sus alturas como otro lugar distinto, uno en el que ocurren ciertos asuntos que sólo pueden tener lugar en la cima. Nota aquí.
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