Por mí y por todas mis compañeras
Las voces se escuchan como si fuera una sola secundada por su propio eco
Las voces se escuchan como si fuera una sola secundada por su propio eco. Podríamos estar en un precipicio amplio y sin fin. Si me tapara los ojos, podría aventurarme y decir que pertenece a una chica joven recién salida de una clase, quizá, aunque también escucho en esa voz la de mi abuela participando por primera vez en una manifestación. Si presto atención, puedo intuir el orgullo de unos progenitores satisfechos con la educación dada a su hija y también el de la profesora que le enseña cada día que el puño en alto y la voz arriba es lo que contará la historia cuando nos señalen con honra y se pregunten cómo pudo ser. Puedo oír la rabia, es palpable y casi la toco. La rabia es una emoción fría, como una botella en el congelador a punto de estallar. Porque estalla. Claro que estalla. En cien mil millones de trozos que se dispersan por el mundo y son imposibles de volver a juntar. Pero eso es algo que algunos todavía desconocen, sobre todo aquellos a los que no les han roto nunca. Y, si me esfuerzo, incluso puedo olerlo: es la fuerza de un colectivo que no se pliega, que no se rinde, que sigue una y otra y otra vez, que denuncia, que clama justicia, que escoge los nombres adecuados y que defiende a todas a las que llama hermanas porque eso somos, hermanas de una misma familia que no se abandona y que levanta con orgullo los cadáveres asesinados y los cuerpos maltratados de sus compañeras para que el resto del mundo las vea y se avergüence. Nota aquí.
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