jueves, agosto 10, 2017

Pez Mago

Desde el año 1991, mis veranos los paso bajo un árbol a cien metros de una playa de Formentera.

Son unas vacaciones al aire libre, más cercanas a las de un Robinson Crusoe que a las de un joven del siglo XXI, pero son mis vacaciones preferidas. Nuestro árbol es una sabina escondida en un bosque entre dunas. Sus ramas llegan hasta el suelo y forman un radio de sombra de unos quince metros cuadrados alrededor de su enorme tronco. El espacio está cubierto de una cama de pinácea. Allí extendemos esterillas y colchones. No entran los mosquitos, pero sí deja nuestro árbol pasar la brisa; por eso, las noches son más frescas que en cualquier casa de la isla. El bosque nos protege de la humedad de la playa y en él sólo se oye el sonido de la chicharra y el lejano batir de las olas. No necesitamos ni tienda de campaña. Dejamos las guitarras, la ropa y las demás cosas en el coche, en un aparcamiento cercano. En nuestro árbol-cabaña sólo tenemos los sacos de dormir, unas velas y una enorme botella con ocho litros de agua. Para limpiarnos la sal del cuerpo, colgamos la garrafa de una rama y abrimos un poco el tapón: la ducha no puede ser más simple. Nota aquí.


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