UNA MAÑANA DE MIÉRCOLES
Hace una mañana gris,
opaca, triste. Estoy
en un bar, con un café, sentado
junto al cristal que da a la calle.
La música —suave, lejana, indiscernible—
acompaña sin pedirte nada
a cambio, ni siquiera que la escuches.
Cae una llovizna suave
—y un poco torcida— que hace
que algunos de los viandantes
no se la tomen muy en serio
y se resistan a abrir el paraguas.
Aquí dentro sólo estamos el camarero y yo,
y ahora mismo esto es lo más cercano
a un pequeño paraíso en la tierra.
Me siento casi como en el compartimento
de un tren. Si lo fuera
yo tendría un billete
hasta la última estación.
opaca, triste. Estoy
en un bar, con un café, sentado
junto al cristal que da a la calle.
La música —suave, lejana, indiscernible—
acompaña sin pedirte nada
a cambio, ni siquiera que la escuches.
Cae una llovizna suave
—y un poco torcida— que hace
que algunos de los viandantes
no se la tomen muy en serio
y se resistan a abrir el paraguas.
Aquí dentro sólo estamos el camarero y yo,
y ahora mismo esto es lo más cercano
a un pequeño paraíso en la tierra.
Me siento casi como en el compartimento
de un tren. Si lo fuera
yo tendría un billete
hasta la última estación.
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