Carta a Patxi
Patxi, he oído que mañana lloverá. A mí me están lloviendo y doliendo penas desde que te fuiste. Hay amistades que dejan una huella profunda, la huella de las conversaciones que ya no tendremos. La muerte suele arrebatarlo todo, pero no la memoria de lo vivido y sentido.
No fuiste solo uno de aquellos cantores predilectos de mis años de adolescencia y tampoco fuiste solo uno de aquellos cantautores de la vida a los que dediqué un libro, en este caso compartido con nuestro común amigo Antonio Marín Albalate. Fuiste mucho más que una cosa y que la otra. Fuiste el amigo y el compañero al que cuesta tanto despedir mientras llueve torrencialmente sobre la ciudad habitada en las palabras.
Me cuesta hablarte en pasado y escribirte esta carta doliente. Voy para cuarenta y seis y pierdo pelo. Y un hombre a esta altura de la vida debiera asumir algunas pérdidas, incluso las inesperadas. Me acuerdo ahora de la última vez que te vi, aquella jornada en Cádiz, en el Colegio Argantonio, en el que nos cantaste tus canciones y nos regalaste tu bonhomía. Almorzamos juntos en un restaurante de la calle Plocia. La gastronomía y la conversación como refugios frente a la asechanza. Bajo el brazo traías un libro de Elmer Mendoza del que me hablabas con entusiasmo. Compartiste conmigo el repertorio de lo que luego cantarías por la noche. Esas canciones eternas que me deslumbraron tan joven. Que si Rogelio, que si El maestro, que si Con toda la mar detrás. Y tus últimas canciones (La hora lobicán), las que daban medida del hombre que ahora eras, del hombre inquieto que no dejaba de buscarse en las palabras y en los acordes. Nota aquí.
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