sábado, enero 11, 2025

Rafa Mora

 DE LA TRISTEZA

Nacemos con ella.
Su marca hundida en el pecho.
Nadie nos enseña a sentirla.
A templarla.
A escudriñar su mirada.
Llega así, sin más,
de puntillas bajo el aire de las cosas.
Se posa y se enreda entre bambalinas.
Es el aullido de la sangre.
El afilado vaho del aliento de un dios sibilino.
La dentellada sutil en tardes de luz clara.
Nadie conoce su rostro,
pero todos lo hemos vislumbrado.
Crea desiertos y mares repletos de grietas.
De rendijas sin aire.
Aprieta el corazón y en su hueco se hunde sin medida.
Rompe el esquema de la razón.
Desarma las entrañas de la luz.
Conversa, pausada,
con nosotros,
en una lengua ilegible y envenenada.
Hay que saber mirarla.
Abrazarla en pequeños fragmentos.
Sumergirla en el ocaso.
Beberla a sorbos.
Porque ella,
pasado un tiempo,
necesitará respirar.
Y entonces,
habrá que dejar que lo haga,
o de lo contrario
la tendrás en ti,
de por vida.



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