Otro imperdible en Areco: Charcutería de autor y sándwiches premium en un esquina icónica
Es el nuevo proyecto de dos especialistas en genética porcina que ya proveen su carne a Don Julio y El Preferido. Charcutería de maduración lenta, productos de origen y una carta breve de sandwiches que hacen honor al sello de la casa.
a esquina tiene esa impronta inolvidable. Un frente extenso de ladrillo a la vista, gastado por los años y las experiencias a cuesta. Este sitio supo ser varias cosas, restaurante, pulpería, hogar de tertulias interminables. Ahora, alberga un nuevo proyecto en San Antonio de Areco, novedoso por su contenido, pero siempre con un pie en las tradiciones. El primer golpe es el aroma. Apenas se abre la puerta, un aire frío arrastra una mezcla de aromas que anuncia piezas que maduraron mucho antes de que este local abriera sus puertas. La luz cálida recorta cámaras colmadas y la barra frente al piso de pinotea que deja entrever embutidos madurando en un sótano inesperado. Cerdo Rojo tiene algo de lugar descubierto más que creado: un espacio que da la sensación de haber estado ahí, esperando a que alguien lo revelara.
La historia, sin embargo, no empieza en esta esquina de Alsina y Fitte, ni en los jamones colgados con una paciencia antigua. Empieza mucho antes, en granjas y galpones donde Guillermo Lloveras y Alberto De Lorenzi pasaron años dedicados a la genética porcina. Una actividad silenciosa, meticulosa, que los acostumbró a los tiempos largos y a mirar la carne desde un ángulo que en la Argentina casi nadie miraba. “Sabíamos que teníamos que abrir camino en la calidad de la carne porcina. En Argentina nadie hablaba de eso, y en el mundo es un tema central”, recuerda Lloveras. Habla de un mercado que paga más por las carnes RFN —rosadas, firmes y no exudativas—, muy valoradas en Japón, Corea o Tailandia, donde el consumo se orienta a cortes equilibrados, jugosos, con grasa bien distribuida.
Ese contraste con el mercado local era evidente. Mientras la industria se concentraba en producir carne magra y eficiente —adaptada a procesos y no al paladar—, ellos seguían la pista de algo distinto. “La máquina de producir cantidad de carne se divorció de la preferencia del consumidor”, explica Lloveras. “Cuando la gente elige carne, quiere sabor, jugosidad, aroma, grasa en equilibrio. Y sin embargo fuimos hacia cortes cada vez más secos”. El desfasaje entre lo que se producía y lo que se deseaba se volvió una idea fija. Si esa carne no existía en el mercado argentino, habría que construirla.
La primera decisión fue abrir, en 2016, una carnicería en Areco. No era un movimiento desesperado ni un salvavidas económico. “Era agregar valor y construir estabilidad”, dice De Lorenzi. Tenían la convicción de que, si la gente probaba una carne de cerdo distinta, la iba a elegir. Pero no era solo vender: era enseñar. Nuevos cortes, nuevas formas de cocción, nuevas texturas. En un pueblo profundamente bovino —donde varios les recomendaron no hacerlo—, la propuesta era casi contracultural. Nota aquí.



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