Un recado
Saluda a los que veas por el barrio.
Y diles que estoy bien. Algo cansado.
Invítales a un vino y echa un rato
para hablarles de fútbol o de nada.
Dales recuerdos y diles que los echo
de menos muchos días cuando íbamos
al vermú de los viernes (¡hace tanto!)
y arreglábamos el mundo a voz en grito.
Les cuentas cuatro cosas. Tonterías.
Que sigo en la manía de los versos,
que me falta más pelo y que me sobran
los miedo a la noche, inevitables.
Y les puedes decir que cambiaría
la vida que no tengo por un rato
apoyado en la barra, contemplando
a esa muchacha que pasa por la calle.
O escuchando, sin más, el ruido turbio
de cien mil automóviles lejanos
o el silencio que, a veces, nos envuelve
de noche en cualquier bar de carretera.
No les digas, por dios, que no estoy bueno
(tampoco hay por que dar al pregonero
ningún cuarto de más), ni que los médicos
están por recetarme un sacerdote.
Ni tampoco les cuentes que quisiera
en ciertas ocasiones -muchas veces-
encender un cigarro mientras cae
la tarde como un vuelo de gorriones.
Ni mucho menos les digas que esta vida
se me hace, si no larga, insoportable.
Si te preguntan, diles que resisto,
que aguanto como un junco en la tormenta.
(Y que nada hay mejor que la añoranza
del tiempo en el que fui un dios eterno).
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