lunes, noviembre 24, 2025

Osvaldo Bayer

Se reedita "La Patagonia rebelde", síntesis en un solo volumen de "Los vengadores de la Patagonia rebelde"

Descorrer la cortina

Su flamante y más que oportuna aparición, a siete años de la muerte de Osvaldo Bayer, es el punto de partida para el rescate de toda su obra, a cargo de Siglo Veintiuno Editores. Este admirable epílogo, incluido en la última versión del libro corregida por su autor, fue publicado originalmente en enero de 2002 en la contratapa de Página/12. 

Comenzó la inmensa casualidad en San Isidro. Se iniciaba un episodio que duraría tres días en el cual se regresaba a una realidad trágica que había sucedido hace ochenta años. La casualidad acercaba de pronto a la hija de un criminal de guerra y a la hija de su propia víctima, fusilada en las huelgas patagónicas de 1921. Ochenta años en los cuales el dolor no ha desaparecido sino que sigue constante, presente, inolvidable, con el rostro de las víctimas.

Participaba yo un sábado de este diciembre de 2001, a la mañana, de un encuentro entre escritores y público en una librería de San Isidro. Como me ocurre siempre –no me explico por qué–, llegué primero a la cita. Y mientras esperaba a los demás colegas me fui a tomar un café al patio de la librería, lleno de árboles, de luz y de verdesç. Estaba ensimismado pensando en los hechos que se desarrollaban en nuestro país, anunciadores de lo que después ocurrió: la gente en la calle, en la protesta. De pronto se presentó ante mí una mujer de cierta edad que me dijo en voz altisonante:

–Yo soy la hija menor del general Anaya, ya fallecido, a quien usted llamó asesino y fusilador de obreros patagónicos. Vengo a reclamar los documentos que usted le robó a mi padre. Vivo enfrente de esta librería y vi su nombre pintado en la vidriera y entonces resolví venir para cumplir con un pedido que mi padre, el general, nos hizo a sus hijos, en su lecho de muerte.

La mujer, bien vestida y peinada, estaba muy nerviosa. Por eso la hice sentar y le pedí que guardara calma.

Me di cuenta de que, con teatralidad, esa señora de setenta y cuatro años esperaba ganar la discusión y avergonzarme ante los presentes, que seguían disimuladamente, a unos pasos, el curso del insólito encuentro.

Le respondí en voz firme pero respetuosa, lo siguiente:

–Por empezar, señora, usted está afirmando una infamia. Yo no le robé ningún documento a su señor padre. No necesité de esos documentos para demostrar que su padre asesinó a obreros rurales en 1921, en la forma más vil y cobarde que un ser humano pueda imaginarse. Pero antes le quiero preguntar que me diga qué les pidió el general Anaya, a sus hijos, en el lecho de muerte.

–El nos reunió poco antes de morir para decirnos que teníamos que luchar contra usted, recobrar los documentos que le había robado y demostrar que él no había sido asesino.

–Me llama mucho la atención –le respondí– que el general Anaya haya esperado morir para reclamar documentos que dijo que yo se los robé, y más, que encargara a sus hijos que demostraran que él no había sido un vil asesino. Es hasta cómico, porque él tuvo la oportunidad durante muchísimos años de iniciarme juicio por ambas cosas. Fíjese, señora: la polémica con su padre la tuvimos por escrito en el diario La Opinión ya en el año 1974. Allí probé que él ordenó fusilar sin ningún reparo legal a trabajadores del campo patagónico, ahí rechazo el ataque burdo –para desviar la atención de los incautos– de que yo le quité documentación militar. Su padre murió en el año 1986. Es decir, tuvo doce años para defenderse. Y, según usted, recién lo hace en su lecho de muerte pidiéndoles a su hijos que se encargasen de esa tarea. Durante doce años se calló la boca. Más todavía, desde su muerte, en 1986, hasta ahora, 2001, es decir quince años, sus hijos –que recibieron ese pedido del padre moribundo– no hicieron nada. Y usted viene porque vio mi nombre en una vidriera enfrente de su domicilio. Muy cómodo. Extraña forma de cumplir con el mandato de un moribundo. Su padre fue el único de los oficiales fusiladores de peones rurales que llegó a general. Fue golpista en 1943 y –por esas cosas de cruel realismo mágico y corrupción– fue nombrado ministro de Justicia e Instrucción Pública de la Nación. El asesino de 1921, ministro de Justicia. Realidades argentinas. En 1955 participó del golpe de Aramburu y La Nación dijo: “El general Anaya no dudó en avalar los fusilamientos de 1956, en que murieron veintidós militares y diecisiete civiles peronistas encabezados por el general Valle”. Cuando murió Anaya, sus restos fueron despedidos por el ex dictador general Juan Carlos Onganía. Estaba todo dicho. Una vida completa. Y usted, señora, viene ahora, en 2001, a querer enlodarme con robo de documentos. Un investigador jamás roba documentos porque, si lo hace, después no puede citar la fuente y la prueba pierde su valor. Toda la documentación militar –en fotocopia– me fue facilitada por el general Juan Enrique Guglialmelli, director del Centro de Altos Estudios del Ejército. Vaya allá a buscar los documentos que hablan de su padre.

La hija del general se fue cargada de rabia y de odio. Pensé en lo dramático que debe ser ser hijo de genocidas, de torturadores, de desaparecedores. Estos maldicen con sus hechos a todas las generaciones venideras de la propia familia. Nota aquí.



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