Contarse a trozos: Álvaro Pombo recurre a cuentos y poemas para plasmar sus recuerdos
Reticente al formato de las memorias, el escritor da pistas sólidas para reconstruir sus sus andanzas vitales tanto en su libro ‘Cuentos autobiográficos’ como en sus poemarios.
La obra de Álvaro Pombo es un baile sutil con la experiencia vivida a través de máscaras, al puro estilo inglés. Aunque podemos imaginar tintes autobiográficos —algo que él nunca ha confirmado— en novelas como El metro de platino iridiado, Contra natura o El exclaustrado, siempre ha sido más satisfactorio acercarse a ellas desde la veracidad de sus ideas que por su dudoso valor testimonial. De un tiempo a esta parte, sin embargo, este juego se ha ido haciendo más y más evidente: Santander, 1936 es una crónica de ficción sobre las andanzas de su tío, falangista apresado en un buque durante la Guerra Civil, y su último libro, Cuentos autobiográficos Volumen I, publicado en Anagrama, está compuesta por dieciocho historias que se basan en sus recuerdos.
Pombo evita el formato de las memorias, aunque estos relatos, de los que se prometen más volúmenes, serán quizá los elementos más sólidos de los que dispongamos para reconstruir sus andanzas vitales. El libro lo componen dieciocho escenas vitales, narradas en diferente estilo y tono, sin orden cronológico. Esta estructura permite mantener el pudor narrativo de contar la vida de uno como si no fuera la propia y, además, permitirse una serie de confesiones contradictorias poco comunes en un género que suele fundarse en la necesidad de un relato único sobre el pasado. Solo la fragilidad física del presente funciona como punto de partida para un autor que ya no sale de su casa y que reescribe, sin aparente nostalgia, las historias de una vida tan lejana que casi podrían ser de otro cuerpo. Esta distancia es un elemento fundamental para el éxito de este libro de relatos; eso y una fe en la escritura como acto definitivo de verosimilitud. En su relato sobre la experiencia en la mili, dice así: “escribir fue entonces —y sigue siendo ahora— un modesto ejercicio de musculación, agotador, fascinante, que, a estas alturas, me deja con frecuencia insatisfecho. Confío en que mis libros resulten más brillantes que yo mismo”.
Según esta premisa, es solo esperable que aquellos cuentos que se alejan más del interés personal del autor por narrarse desde fuera sean los mejores del volumen. El primero, ‘Los señores’, tiene el brillo irónico de la juventud privilegiada pero fría y aislada que tan bien funcionaba en su primera obra, Relatos sobre la falta de sustancia: “Todo era imaginable, pero, a la vez, inmanejable. Todo era exterior. Yo era lo interior. Pero ese interior que yo era y que consideraba único era inmanejable también”. Del mismo modo, es fascinante leer al Pombo contar un hecho que en cualquier otra biografía contemporánea sería heroicamente antifranquista y aquí parece casi vergonzante: siendo profesor en un colegio del Opus Dei, es descubierto cancaneando —o no— por plaza de España. Luego es detenido, llevado a la Dirección General de Seguridad de Puerta del Sol y, tras ver a Arias Navarro, puesto en libertad gracias a su apellido. Esto no le libra de una aplicación oficiosa de la Ley de Vagos y Maleantes y de la consecuente expulsión del colegio. La consecuencia es el exilio en Londres durante 12 años, aunque Pombo jamás lo definirá en esos términos. De hecho, en ese mismo relato insiste en lo siguiente cuando habla de su “acto involuntariamente antifranquista”: “El caso es que yo no fui antifranquista nunca. Como mucho antipolítico. Ahora mismo soy menos antifranquista que nunca”.
Es en este equilibrio incómodo entre lo vivido y lo recontado donde aparecen múltiples incoherencias, políticamente escandalosas e inexactas, pero literariamente jugosas. El relato ‘De la vida cotidiana’, en el que leemos al hombre solitario y conflictuado consigo mismo es un clásico inmediato de una literatura sobre la vejez que ha sido poco cultivada en español. El libro amarillea, en cambio, cuando entra más llanamente en el regodeo estilístico burgués, como en su relato sobre la casa familiar santanderina ‘La Casona’, a pesar de la formidable destreza descriptiva de un autor que se juzga a sí mismo en cada cuento —y no siempre sale absuelto—. Nota aquí.

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