Treinta años con Babasónicos
Desde los años noventa, la banda liderada por Adrián Dárgelos forjó una carrera que esquiva las etiquetas. Popular y de culto, su música y sus letras tienen la fuerza para definir una época.
Todos tenemos nuestro asiento para ver la interminable película de la cultura argentina: aquel mediodía, por ejemplo, yo estaba en una disquería sobre la avenida Cabildo para comprar una entrada (no recuerdo de qué artista pero mi ecúmene musical se reducía, ay, a Andrés Calamaro, Fito Páez y Los Redonditos de Ricota, con el aporte internacional de Joaquín Sabina y R.E.M.) cuando entró una pareja y pidió Dopádromo, de Babasónicos. La pareja era rara, el nombre del disco que habían pedido era raro también y, además, en la tapa se adivinaba una suerte de alien con auriculares. La pareja le pidió al empleado de la disquería que ponga el disco y eso, esa música experimental con letras incomprensibles, empezó a sonar en los parlantes de la disquería. Entre ellos se decían “¡está buenísimo!” y yo, con orgullo, no los entendía. Promediaban los noventa.
Pasó un tiempo. Babasónicos seguía sin gustarme pero por algún motivo que se llamaba Vanesa fui a verlos a Cemento. La música de la banda volvió a pasarme por al lado (música inexplicable, letras enigmáticas) pero Dárgelos estaba estridente: tenía un shorcito ínfimo y plumas a lo largo de los brazos. Lo más raro fue que al salir me encontré con mi amigo Jagai; a él tampoco le gustaba Babasónicos y sin embargo ahí estábamos, abrazados en la calle Estados Unidos. En unos meses saldría Jessico y, aunque nosotros no lo sabíamos, nuestro encuentro era una muestra gratis de la inminente masividad de la banda.
Pasó mucho tiempo. Corre 2022 y, caminando por Corrientes, Victoria Río me dice que el peso argentino no vale nada y que la gente quema la plata en cualquier cosa. Entonces agrega: “voy a ir a ver a Babasónicos. Nunca pensé que iría. Pero una vez en la vida hay que verlos, supongo”. Nota aquí.
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