Alejandro nos cuenta por Facebook.
A veces pienso que el vino me encontró antes de que yo lo eligiera.
Como esas cosas que uno no explica, pero siente en el pecho, en la piel, en la memoria.
El vino me enseñó a mirar distinto.
A detenerme en lo pequeño: una piedra, un olor que vuelve, un racimo que te habla bajito como si contara un secreto que solo vos podés entender.
Me enseñó que cada viñedo es una geografía emocional:
no un mapa, sino una forma de sentir.
Que trabajar la tierra es entrar en un territorio que también te habita.
En cada copa hay algo mío que no sé si puse o si el vino me robó sin pedirme permiso.
Un recuerdo, una duda, una alegría que se quedó anclada en algún sarmiento.
Es raro, pero siento que cada vino que hago me ordena un poco.
Me acomoda el alma, como quien gira una foto vieja y la vuelve a poner derecha.
El vino me dio una forma de vivir:
ser simple cuando todo se complica,
ser honesto cuando nadie mira,
ser cercano cuando la vida empuja lejos.
Y también me dio una certeza:
que no es solo una bebida:
es un territorio entero que se abre en una copa.
Una manera de volver a casa,
aunque esté lejos.
Una manera de recordar quién soy.
Al final, si digo que el vino es mi vida,
es porque me sostuvo cuando dudé, me acompañó cuando soñé,
y me enseñó que ninguna historia es solo de uno:
siempre es de muchos.
De la tierra, de la familia, de la gente que camina con vos.

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