viernes, mayo 30, 2025

Ignacio Copani

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𝗜𝗴𝗻𝗮𝗰𝗶𝗼 𝗖𝗼𝗽𝗮𝗻𝗶 𝗲𝗻 𝗠𝗮𝗱𝗿𝗶𝗱: 𝗲𝗹 𝗷𝘂𝗴𝗹𝗮𝗿 𝗱𝗲 𝗟𝗮 𝗠𝗮𝘁𝗮𝗻𝘇𝗮 𝗲𝗻 𝗧𝗮𝗯𝗲𝗿𝗻𝗮 𝗚𝗮𝗿𝗶𝗯𝗮𝗹𝗱𝗶

La tarde del viernes madrileño tuvo algo de milagro: la Taberna Garibaldi, ese rincón de Lavapiés donde las paredes parecen sudar conciencia, se convirtió en un pedacito de Argentina. Allí, entre mesas apretadas, brindis espontáneos y un murmullo de bienvenida permanente, Ignacio Copani ofreció mucho más que un recital: regaló una tarde-noche de identidad, afecto y canciones compartidas. Antes de que sonara la primera cuerda, ya se respiraba clima de peña. Entre copas y risas, los presentes —argentinos (algún uruguayo había) dispersos por la geografía española— se presentaban entre sí con esa fórmula que une como un abrazo: “¿Y vos de dónde sos?”. Desde Salta hasta Avellaneda, desde Rosario hasta Almagro, cada historia era una estampa de la patria desparramada. Y como si fuera parte del ritual, alguien recitó a José Larralde. Otro completó los versos. Fue como si el viejo Larralde también se hubiera sentado ahí, con la voz ronca y la mirada baja. Y entonces subió Copani. Con la guitarra como escudo y la palabra como bandera, arrancó sin preámbulos con "El juglar", una declaración de principios convertida en estandarte:
"Yo no canto en los palacios y salones,
ni tampoco quiero ser bufón del rey,
pues prefiero cantar fuera de la ley,
esparciendo a cuatro vientos mis canciones"
La sala lo disfrutó. No solo por la potencia del mensaje, sino porque lo decía alguien que puede hacerlo con autoridad. Porque Copani no es un improvisado trovador: con más de 40 años de carrera, es uno de los cantautores más premiados y prolíficos de América Latina. Ha escrito cientos de canciones, publicado decenas de discos, recorrido escenarios de todo el mundo y siempre —siempre— se mantuvo en el candelero, sin vender el alma ni disfrazar la voz. Algunos lo llaman “el Serrat argentino”, y no por copiar estilos, sino por su capacidad de hablarle a generaciones enteras desde la canción. Con humor, con ternura, con ironía y con esa lucidez que solo tienen los que vienen del barro. Barro como el de su barrio natal, La Matanza, que él mismo mencionó con orgullo:
“Un barrio pobre, que ni glamour tiene en el nombre, pero que me enseñó todo lo que soy”, dijo, y lo aplaudieron como a un primo que vuelve de lejos.
El recital fue un entreverado viaje por canciones propias y ajenas, hiladas con humor, inteligencia y cariño. Aparecieron versos de Antonio Machado, Miguel Hernández, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, María Elena Walsh, Mercedes Sosa, León Gieco, Charly García, Zitarrosa, Discépolo, Benedetti, Atahualpa Yupanqui y hasta Paul McCartney, en un "medley" de esos que son caricia y memoria. El bardo Argentino realizó su saber hacer con un atesoramiento de sabiduría dinámico y con una emoción muy fresca. Fue un concierto muy porteño pero también muy español , la copla que su madre cantaba y él escuchaba de pibe, nos cantó algo de "La Zarzamora" y pícaro nos confesó que "El café de Levante" en Argentina tiene otro significado (a la imaginación popular lo dejo) Copani también habló de amor. Y lo hizo con la misma honestidad con que habla de política o de fútbol. Antes de arrancar con sus temas más románticos, se permitió una reflexión con cierta ironía:
"De igual forma que los ricos también lloran, los cantautores también se enamoran."
Y ahí, como quien no quiere la cosa, maldijo —con humor y envidia sana— a Serrat, a Silvio, a Pablo:
"A todos esos que escribieron las canciones que a mí me hubiera encantado hacer." Después, como no podía ser de otra forma, los bendijo con admiración. Y cuando parecía que la noche no podía dar más, como no todo está perdido llegó el tango de la juventud, a Copani se le sumó en el escenario Flor, integrante de la formación Dautama Folk y Alfonso Gardí. Juntos armaron un momento espectacular, sentido, poderoso. Cantaron como quien conoce cada esquina del alma porteña, cada grieta del bandoneón aunque no esté presente. El tango no fue nostalgia: fue presente vivo, fue belleza rabiosa. Y como broche de oro, Copani interpretó "Caminito" y "El día que me quieras", sin más adornos que su voz clara y su respeto por la canción. Los cantó como quien le canta a su vieja, a su primer amor o a la vereda de la infancia. Y en ese instante, todos fuimos parte de ese país que se lleva adentro. Se despidió sin grandes gestos (con alguna descoordinación en la taquilla inversa) cómo llegó: humilde, honesto, con esa mezcla de calle, ternura y claridad que lo vuelve único. Madrid siguió su vida afuera. Pero los que estuvimos ahí, adentro, nos llevamos algo más que canciones. Nos llevamos el recuerdo de una noche donde Copani —juglar de La Matanza, cantor de todos— nos hizo sentir que la patria también cabe en una taberna, en una guitarra y en una verdad cantada a viva voz.








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