El hombre que fue un arquitecto y dos poetas
Visto desde mis ojos, con Joan Margarit se va todo: en primer lugar un gran amigo, enriquecedor, leal, de esos con los que cada minuto de compañía merece la pena, tiene el aroma de lo irrepetible; después, un maestro literario, del que sus lectores siempre esperábamos el siguiente libro con un interés que jamás fue defraudado; y finalmente, en el terreno aún más personal, diré que para mí Barcelona ha muerto tres veces y de esta última ya no va a resucitar. En los años ochenta –el tiempo pasa tan veloz que hace falta añadir que del siglo pasado–, uno iba a esa ciudad llena de maravillas y amigos, sobre todo, para estar con Jaime Gil de Biedma y las tardes que empezaban en su despacho de la Compañía de Tabacos de Filipinas y acababan en una serie de bares de su predilección dejaban una y otra vez “la sensación de habernos quedado ambos con una copa de menos”, tal y como me escribió en la dedicatoria de unos de sus libros, y ganas de regresar, cuanto antes mejor. Luego llegó la era de Juan Marsé, otro ser celestial, con las comidas familiares en su casa o las copas en el hotel Majestic. Y un poco más tarde, empecé a verlo a él a unas horas y a Joan en otras. No tenían relación entre ellos y sí que los separaban algunas cosas como, por ejemplo, su punto de vista sobre la situación política catalana, pero se respetaban como autores. Nota aquí.
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