Un zumbido milagroso
No hay nación ni color.
Aquí no hay nada.
La enfermedad, el hospital nos hace iguales,
y acaricia nuestra piel en este cuarto
blanco y desangelado. Luces frías.
Habla una mujer por el teléfono.
Es un idioma extraño. ¿ De qué habla?
Tal vez le esté diciendo a alguien lejano
que está sola, sola y tiene miedo
y no conoce a nadie.
Siento que son hermanos, mis hermanos.
Unidos por la carne
en esta vida en ruinas,
en esta angustia del cuerpo que se rinde,
harto de todo ya, como un vencejo
cansado de volar en la tormenta.
Adoro sus pañuelos,
la ternura de cubrir, con nudos y colores,
la belleza deshecha. Y ese orgullo
que adivino en sus ojos de cansancio.
Hay un silencio largo. Nos miramos.
Una sonrisa amable. Cada día
llega alguien nuevo que se une
a los viejos temores.
La esperanza
se sienta con nosotros, nos abraza
misericorde y suave, tiernamente.
Y tu cuerpo desnudo, ese despojo
que apenas si te importa. Te abandonas
al amable cuidado de otras manos.
Y rezas, como siempre, al dios oculto
en el zumbido milagroso que te envuelve.
Ves el miedo del otro en la cabina.
Esa desolación de los que esperan.
Y quisieras dejarle
la palabra más dulce y más hermosa.
Que en el campo han florecido los almendros,
y que ahora mismo por las calles
hay chicas que caminan y que huelen
a vida y primavera.
Pero, no dices nada. Solo buscas
su corazón doliente y asustado.
Y, saliéndote el alma por los labios,
solo dices: “Adiós. Hasta mañana”.
Y le sonríes.
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