lunes, abril 15, 2024

Fito Páez

 Fito Páez conversa con Leila Guerriero sobre el amor, la muerte y la música

Los 61 años de vida del gran rockero argentino son un puzle de amor y sufrimiento. De épocas bajas y remontadas, con éxitos como sus 12 Premios Grammy. Nunca faltaron las musas. Fito Páez se abre en canal para hablar de la muerte, del amor y de la música. “Los que hacemos esto lo hacemos por desesperación”

—Esta no la toqué nunca. La toqué una sola vez, hace años, en el teatro Ópera.

Las ventanas de este departamento del Palacio Saint, un edificio construido en 1931, están abiertas y el aire lento de la primavera —es martes 10 de octubre, Buenos Aires— traslada de un ambiente a otro el frescor oxigenado que llega desde la plaza de enfrente.

—Se llama ‘Cae la noche en Okinawa’ —dice Fito Páez—. Está en el disco Rodolfo.

Su estudio, donde compone, estudia, ensaya, escribe, lee (el sitio desde el cual el 20 de marzo de 2020, el día en que se decretó en la Argentina el confinamiento obligatorio por la pandemia de la covid-19, dio un concierto vía streaming completamente solo cantándole a una multitud invisible, vislumbrando en esa actuación alienada algo espeluznante acerca del futuro), está separado del espacio donde almuerza o cena —con sus hijos, Martín y Margarita; con amigos; con su pareja, Eugenia Kolodziej— por puertas altas con enormes paneles de vidrio, de modo que todo lo que sucede allí puede verse desde afuera, y viceversa. En el departamento predomina el blanco en paredes, techos, aberturas, interrumpido por toques de color —un sofá amarillo y rojo, una silla azul, almohadones anaranjados—, exclamaciones asombrosas que replican los relinchos coloridos que Páez viste cuando sube a los escenarios y que podrían pensarse como una reaparición tardía, y mucho más optimista, de los ambientes de la casa en la que se crio, en la calle Balcarce, 681, de la ciudad de Rosario, a 300 kilómetros de Buenos Aires, donde la pieza de su padre estaba pintada de rojo, un baño de amarillo, colores imprudentes que generaban un clima febril.

En los años noventa pudo haber comprado una propiedad tan elegante como esta, en un barrio tan elegante como este —frente a la plaza San Martín, una de las zonas más exclusivas de la ciudad—, pero el dinero que ganó con su disco El amor después del amor, de 1992, el más vendido del rock argentino (supera el millón de copias), lo invirtió en un estudio de grabación (Circo Beat) y en rodar su primer largometraje (Vidas privadas, 2001). Las cosas no salieron bien y tuvo que vender el estudio, y luego las cosas salieron un poco peor y hubo deudas, y sólo a los 52 años se transformó en propietario de este, su primer departamento.

Si a partir de los 19, recién llegado a Buenos Aires desde Rosario, vivió en departamentos prestados, pensiones y hoteles, con amigos, con parejas, solo, nada de esa precariedad existe en esta casa donde hay una elegancia prudente.

En el estudio existen dos zonas de trabajo diferenciadas: el piano y el escritorio. Si Páez se sienta al piano, le da la espalda al escritorio; si se sienta ante el escritorio, le da la espalda al piano. Esa disposición parece un pacto de convivencia, un intento de separar la música de la escritura —ha publicado las novelas La puta diabla (Emecé, 2013) y Los días de Kirchner (Emecé, 2018), las crónicas de Diario de viaje (Planeta, 2016), la autobiografía Infancia y juventud (Planeta, 2022), y trabaja en un ensayo sobre la música en el siglo XXI, en una nueva novela y dos guiones—. Sentado al piano, mantiene la espalda erguida. La vestimenta que elige para los shows pasó de la ausencia de glamour de los primeros años a cierta extravagancia astronáutica en los noventa, a los atuendos coloridos de este siglo, y contrasta con la ropa que usa en la intimidad o en los ensayos: jogging, camisetas de colores imprecisos, buzos enormes. Ahora lleva una camiseta deportiva azul, pantalones cortos verde seco y chancletas Adidas. Desde hace unos minutos toca ‘Cae la noche en Okinawa’, un tema que incluirá el lunes en un concierto que dará en el teatro Colón, con una orquesta de cuerdas, en homenaje a su amigo el músico argentino ya fallecido Gerardo Gandini. Como muchas otras, la canción quedó escondida en su discografía durante un periodo extenso —cuyo comienzo podría situarse en 1999, con el disco Abre, y su final en 2017, con La ciudad liberada—, y es por eso por lo que ha mencionado el título y el álbum, algo que no necesita hacer con himnos como ‘Mariposa Tecknicolor’ o ‘Yo vengo a ofrecer mi corazón’. La voz de Páez envuelve las primeras notas del piano voluptuoso en un tono más grave que el de la grabación original. Nota aquí.



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