Cafetines de Buenos Aires: el secreto de la barra dentada, la cafetera decorada con un águila y los sándwiches de pan árabe
En Rodríguez Peña y Bartolomé Mitre se alza el bar La Tayuela, uno de los pocos exponentes de los boliches de barra que aún sobreviven. Un rincón simple, cercano a edificios exquisitos, donde el plato fuerte es el sánguche y el precio del dólar
Una aseveración recurrente afirma que para descubrir el patrimonio arquitectónico de Buenos Aires hay que mirar hacia arriba. Viene a cuento de la casi totalidad de plantas bajas de edificios construidos hasta mediados del siglo XX que sufrieron cuestionables transformaciones con objetivos comerciales o adecuación de usos. En el centro porteño, además, se agrega la escasa distancia o perspectiva para disfrutar de remates y cúpulas que coronan inmuebles ubicados en el estrecho dibujo delineado —con el perdón al arte y técnica del diseño— por Juan de Garay.
Pese a nuestro demoledor afán autodestructivo, todavía persisten raras excepciones. Una gran cantidad, en San Nicolás. En particular, en el subbarrio popularmente conocido como “Congreso”. Por ejemplo, a poco de dejar atrás la Plaza desde la Avenida Rivadavia, en las direcciones 80 y 90 de Rodríguez Peña, se lucen completos dos extraordinarios petits hôtels. El primero es la actual sede del Instituto Patria. Y, a continuación, se levanta un exquisito edificio art nouveau realizado por el arquitecto Augusto Kürzer. Unos pasos más adelante, el recorrido patrimonial se completa en la esquina de Bartolomé Mitre. Este cruce, en su vereda impar, ofrece otras dos gemas. Una construcción de tres plantas que concluye en una hermosa cúpula y, enfrente, otro bonito edificio proyectado por el arquitecto francés Gastón Mallet, el mismo profesional que diseñó y construyó el Centro Naval de la Avenida Córdoba y Florida.
¿Acaso vengo a ofrecerles una reseña arquitectónica de San Nicolás? La respuesta es negativa. ¿Y entonces qué tiene que ver la introducción con los cafetines? Pues lo que vengo a señalar es que es verdad que al no alzar la vista se reduce la cantidad de referentes y homogeniza y achata el conocimiento. Pero cuidado. Todos los extremos son perniciosos. Porque al agudizar esa conducta también se incrementa la posibilidad de perderse la observación de tesoros de llanura. Por lo tanto, a ejercitar las cervicales, pero sobre todo la mirada, para ampliar la capacidad de absorber en cualquier paseo todo el repertorio que Buenos Aires ofrece.
En la esquina en cuestión, Rodríguez Peña y Bartolomé Mitre, en el ángulo noroeste, existe un edificio moderno, impersonal, sin firma de autor, que no invita a la contemplación. Con un barsucho de carpinterías pintadas de naranja —más unas pocas mesas que funcionan como atrapa clientes— en su planta baja que ahuyentará a porteños desprevenidos. Atención, porque en esa esquina caótica y ruidosa de Buenos Aires, a metros de Callao, entre maniquíes que me guiñan, semáforos que dan tres luces celestes y el naranja del barsucho de la esquina que me invitó al paso, recordé al poeta Horacio Ferrer salir de su casa, como siempre, para largarse a canturrear: “Cuando de repente, de atrás de un árbol, me aparezco yo”, siendo ese yo el bar La Tayuela, una “mezcla rara de penúltimo linyera y primer polizón en el viaje a Venus”. Nota aquí.
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