lunes, noviembre 02, 2020

Andrés Calamaro

 El Palentino

Un bar es un local donde se sirven desayunos todo el día, aperitivos y cerveza, bebidas espirituosas y minutas, donde puede verse el fútbol codificado y la vida pasar sentado en una mesa o en la barra. Eso según las reales academias. Los bares estaban en todas partes. En las esquinas, en las estaciones del tren y subterráneos, cerca de las paradas de autobuses colectivos. Palacios para el pueblo que camina, el hogar putativo de los trabajadores, los desempleados, los bohemios, los proxenetas, los artistas, los vagos, las prostitutas, los migrantes y los viejos. Si abren por la noche, si se sirven cócteles y en las mesas se sientan adultos acompañados por señoritas, si no se hacen preguntas, entonces son cabarets o garitos. Tanto en la gran ciudad como en plena carretera, en ciudades chicas, pueblos o aldeas, el bar es el epicentro del ocio y la vida social.

Los citadinos -género urbano- nos permitimos añorar bares de «antaño y estaño», bares con solera y con historia, el bar de la esquina. En un pueblo perdido o encontrado, en una aldea campesina, incluso en una ciudad, el cierre definitivo de un bar es una pérdida irremediable. Pulperías criollas, dispensarios enrejados de bebidas espiritistas, pubs británicos con diana y dardos, pizzerías suculentas diseminadas por Buenos Aires, estratégicamente en las esquinas próximas a las estaciones de tren. El bar de la infancia, los bares de la juventud, el bar en la esquina de la escuela donde nos servíamos de bocadillos de mortadela o el tradicional Paty hamburguesa. Los bares donde el calor del amor nos ha abrigado. El bar como equivalente a todo, supletorio del hogar y las telecomunicaciones. Nota aquí.




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