Se sentaban alrededor del fuego
que ardía en la lareira,
según iban llegando
y por ese orden
mi padre les cortaba el pelo.
A veces se cedían el turno
porque no había prisas.
Dos pesetas,
tres si le afeitaba la barba
de una o dos semanas.
Hombres de las aldeas,
vecinos conocidos,
alguna vez el cura, don Guillermo,
para cortarse el pelo
y para sorpresa de mi padre
pidió que le afeitara la tonsura.
Contaban sus historias
que ilustraban la curiosidad de un niño,
la guerra que les llevó lejos de su pueblo,
cómo sobrevivir a tanto crimen,
narraban con espanto las batallas,
Brunete, el Ebro... los frentes
con hermanos en dos bandos
que se disparaban sin motivo,
sin causa que pudieran comprender.
En aquellas noches largas
aprendí la historia de mi pueblo
desde un punto de vista distinto del maestro,
contada por sus protagonistas
en casa de Luis el protestante,
obispo de su iglesia, y tambien mi padre.
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