LA CITA
Llevaba dos semanas de dieta hipocalórica
y cien abdominales cada día;
se compró un modelazo
discreto e insinuante al mismo tiempo;
y cremas milagrosas que, según le vendieron,
dejarían su piel como la seda;
planchaban las arrugas, recobraban
la luz que hubo algún día en sus mejillas
y una mascarilla que, al quitarla,
se llevaba detrás todas las penas.
En la peluquería
le quitaron las canas y pintaron
unos rayos de sol en su flequillo
—en total, cuatro horas de tormento
y un enorme mordisco en su tarjeta—.
Tras una ampolla mágica de belleza instantánea
se maquilló con mimo, sin pasarse;
eligió un pintalabios resistente a los besos,
separó sus pestañas una a una
y una sombra de ojos
como el cielo en un día de tormenta.
Renovó lencería por si acaso,
se hizo la pedicura
y se pintó las uñas de los pies
de color amapola. Y faltaba el perfume:
tenía que ser fresco, natural como el aire
después de haber llovido entre las jaras
y a la vez duradero.
El mensaje decía —Hoy no va a poder ser.
Me ha surgido una cena
con el mejor cliente de mi vida.
Cena de matrimonios,
sabes cómo funcionan estas cosas.
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