Joaquín Sabina y Buenos Aires, amor a primera vista
A sus 74 años, el cantautor español inicia una serie de 6 recitales en la ciudad que lo encandiló a finales de los 80. Desde ese momento, el romance se mantiene inalterable y varias célebres canciones así lo testimonian.
Joaquín Sabina es, después de Joan Manuel Serrat, el cantautor español más argentino. Suena a lugar común afirmarlo pero hay que comenzar por ahí, cómo no. Es que Joaquín -adviértase el nivel de repercusión que alcanza con mencionar su nombre, como Diego, Fidel, Evita o Lionel- hizo todo lo que era necesario y lo consiguió, y ahora se puede decir que vuelve a casa. A la nuestra y a la suya.
Joaquín Sabina, gran poeta, uno de los mejores letristas de toda la historia en el mundo hispanoparlante, apareció aquí en la segunda mitad de los 80 por gestión de Ariola, la compañía discográfica que lo había contratado un tiempo antes, y con su buen disco Hotel dulce hotel.
El artista, ya reconocido en su tierra de origen pero aún no popular, llegó dispuesto a jugarla completa. Su objetivo final, se advierte ahora claramente, era instalarse aquí como alguien más que un exitoso de momento. Y eso hizo.
Recuerdo el día en que recibí un llamado de uno de los responsables de prensa de la RCA local, empresa que editaba los discos de Ariola. ¿Habrá sido el Tano Belfiore? Tal vez sí. Belfiore sería luego uno de sus mejores amigos en Buenos Aires.
—El artista que viene es Joaquín Sabina.
—Lo conozco. Dale.
Lo conocía a la distancia, claro, por intermedio de un disco simple que me había pasado Gustavo Noya, productor, musicalizador y amigo que había trabajado en Jotacé, la productora que llevaba adelante la programación artística de Radio del Plata. Era un 45 RPM el que traía sus tempranas grabaciones de Pongamos que hablo de Madrid y Calle Melancolía.
—Esos temas me suenan dylanescos, le dije en nuestro primer encuentro, que fue una tarde en el bar del diario La Razón, en la calle Hornos, atrás de Constitución.
Sabina sonrió y tal vez por primera vez en Buenos Aires, se sintió navegando en sus aguas. La mención de Bob Dylan aquella vez, fue la clave, creo, para que iniciáramos una relación de notoria cercanía que se mantuvo durante varios años.
No era un pibe. Ya tenía 38.
Lo vi en su primera actuación, en La casona del Conde de Palermo, un pequeño bar, y confirmé que traía unas canciones buenísimas. Luego fue creciendo lo suyo. Y advertí que, además de excepcional, era muy vampiresco, o sea que estaba dispuesto a chupar la sangre de sus “víctimas” -digámoslo con una cierta dosis de sarcasmo y gracia-, los argentinos. Es altamente elogiable cómo lo apuntaba todo. Luego podía transformar un leve click en una imagen formidable. Alto poeta. Nota aquí.
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