Tiene 66 años, es socióloga y abrió un restaurante íntimo y bohemio para solo diez comensales
Sandra Marina está al frente de El Mercado de las Ranas, en Parque Patricios, desde 2019
“Necesitamos volver a sentarnos en una mesa: basta de delivery”, afirma Sandra Marina desde su íntimo restaurante El Mercado de las Ranas, en el bohemio barrio de Parque Patricios. Solo tiene cuatro mesas y espacio para diez comensales que forman una cofradía que intenta recuperar la charla y los aromas de recetas que Marina conoció en sus viajes por el mundo.
Tiene 66 años y es socióloga, y tuvo muchas vidas antes de llegar a las ollas. Con sus últimos 1000 dólares de ahorro tiró una flecha dorada: alquiló una vieja tienda de ropa de bebé a 50 metros de la maternidad Sardá y, en 2019, abrió “su lugar en el mundo” donde cocina según los productos que encuentra en el mercado del barrio. También recuerda recetas de sus viajes en mochilera por Grecia, España, Italia, España y por América Latina.
“Necesitamos conocer pequeños mundos”, afirma Marina. Su restaurante es como si fuera el living de su casa. “Es una extensión de mi hogar”, dice. En estanterías hay recuerdos de sus viajes, ropa, un oráculo de lotería mexicana, pequeños cuadros de ciudades europeas, libros, artesanías, viejos pasacasetes, y botellas de países lejanos. Después de recorrer el mundo, regresó al país con la vuelta de la democracia, para volver irse a San Salvador Bahía, tener su hijo y regresar a la Argentina.
“La gastronomía me guía: sabía que el camino estaba ahí”, cuenta. Intuitiva, audaz y una mujer que hace de la libertad un culto, su pequeño restaurante es su declaración de principios, su manifiesto ante el mundo. “Estamos bombardeados por un consumo extremo liderado por las redes sociales”, afirma Marina. Reflexiona mientras los transeúntes entran y piden empanadas o pan turco. El caos de la ciudad, no entra en este pequeño mundo.
“Tenemos esto: ahora la premisa es conocer un lugar nuevo por semana. Siempre algo nuevo. Lo que está de moda, lo cool, sacar fotos para las redes pero después nunca regresan a los lugares, existen demasiados estímulos, se perdió el sentido de ser cliente de un restaurante”, piensa Marina. Su respuesta a este movimiento autómata social se expresa en sus cuatro mesas dentro de un espacio de apenas 45 metros cuadrados. Una pequeña pieza de tranquilidad, dentro de un inmenso rompecabezas urbano.
“Tenemos que recuperar la intimidad”, confiesa Marina. Entonces la trama en El Mercado de las Ranas es sencilla e intuitiva, austera: como la personalidad de su creadora. Los comensales reservan mesa y se entregan a la sorpresa. “Me inspira saber que vendrá gente: es como cuando recibís visita en tu casa”, dice. Entonces hace su magia en los fuegos.
Trabaja sola. “No puedo tener un ayudante, pero también honro mi personalidad”, dice. Con las reservas, comienza a preparar sus platos. “Yo pongo mi música, no negocio con nadie mi música”. Mientras la Avenida Caseros (a solo 50 metros), el Sardá y el colegio Bernasconi ebullen de actividad, en la cocina de Marina, los acordes de alguna bossa nova y canciones bahianas declaran un estado de gracia.
“Todo lo que me da tiempo para preparar, lo hago. Te doy la bienvenida, explico lo que podes comes y a disfrutar”, argumenta el guion de esta calma experiencia gastronómica en un barrio donde comienza a formar parte de la agenda foodie de la ciudad de Buenos Aires.
El pequeño salón se puede retratar en un plano corto, y es lo mejor que le puede pasar a la idea de Marina. “Yo siempre supe que necesitaba un lugar muy pequeño”, dice. No es en vano la elección. En una de las vitrinas donde antes había ropa de bebé, ahora se exponen diferentes marcas de gin. Marina ama el gin. “Tengo mi música y mi gin: este lugar es mi vida”.
Por la mañana, los clientes entran apurados buscando la solución rápida: empanadas. No son iguales a las demás. “Los hago muy ricas”, afirma. Es una receta que le posibilitó tener el restaurante. Durante seis años las vendió de manera ambulante en la calle, en marchas, en plazas y cuando comenzó a estudiar Sociología, encontró una posibilidad. “Yo veo señales y las sigo: es intuición pura”, confiesa.
Llegó a vender 400 por día para el centro de estudiantes. Comenzó a trazarse objetivos y de a poco comprar elementos para hacer su próximo movimiento de piezas: heladeras, freezers, cocina industrial. A comienzos de 2019, caminando por Parque Patricios vio otra señal: el local y a fines de ese año, alquiló y abrió.
“Siempre fui antisistema, me rebelé a lo establecido, pero mi cocina es una fusión de lo tradicional con lo moderno”, dice Marina. Lo revolucionario aquí es promover el intercambio de miradas, la conversación, la sorpresa y quizás iniciar una amistad con la mesa de al lado. “Los restaurantes en Buenos Aires son lugares donde se crea comunidad e identidad”, afirma. Nota aquí.
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