lunes, febrero 11, 2019

Elvira Sastre

Detalles

Soy feliz aquí. Encontré lo que venía buscando. Al fin y al cabo, eso es lo único que necesito que tenga un barrio


Ya he vuelto a Madrid. Todo sigue igual —es una de las particularidades de esta ciudad: siempre te espera, como si el tiempo no hubiera pasado, paciente y sin rencores—. Las plantas estaban algo mustias y mi perro no lleva del todo bien el fin de las vacaciones y las atenciones familiares, pero por lo demás todo está en orden. Me he reencontrado con mis amigos, hemos vuelto a las noches de vino y programas de cotilleo, he vaciado el buzón —lleno de libros y de alguna felicitación navideña—, el trabajo olvidado saltaba alegre sobre la mesa y mi agenda vuelve a estar llena de puntitos en todos los días. Ya he vuelto.
Como aún estoy algo aletargada, he pospuesto un par de asuntos y me he ido a dar una vuelta por el barrio, mi barrio, que tanto me gusta. Hui de Lavapiés hace más de un año, agobiada por un alquiler que se multiplicó de un año para otro sin razones aparentes. Me negué a formar parte de ese canibalismo inmobiliario que sigue creciendo indomable y me largué. Cada vez más ruido, cada vez más basura, cada vez más edificios. Dejé de ver los árboles desde mi balcón, así que vivir allí pronto dejó de tener sentido. Disfruté de Lavapiés durante seis años que pasaron como un soplido por mi juventud. No me malinterpreten: me sigue gustando, disfruto de sus bares y del olor de las calles, sigo yendo a comer mi tortilla de patatas favorita (cuánto placer te debo, Peyma) y aún siento ese pinchazo cuando paso por debajo de las dos casas que habité: la boca se me seca y por un instante Madrid huele diferente. Pero Lavapiés ya no es para mí. Nota aquí.

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