Pedro y todos nosotros
Los poetas jóvenes de Córdoba siempre encontraron en Roso apoyo, afecto y delicadeza
La primera vez que escuché hablar de Pedro Roso y sus encuentros poéticos de la Plaza del Potro aquello ya pertenecía al pasado. Pero era un pasado muy presente, sobre todo para quienes lo habían vivido. Y te hablaban del Potro con una mezcla de mito y paraíso perdido que de alguna manera seguía irradiando magmas invisibles, corrientes interiores que sacudían la tierra sobre la que pisábamos con nuestras primeras escrituras. Cuando a mediados de los noventa, con algo menos de veinte años y ya escribiendo en este diario, comencé a conocer a escritores jóvenes cordobeses -que verdaderamente eran muy jóvenes, pero que a mí me parecían mucho mayores, porque me sacaban cinco o seis años que entonces, a mis 18, sí marcaban una diferencia de experiencia y lecturas-, antes o después siempre salía Pedro Roso en la conversación. Da igual que fuera en el mítico Millenium, al que solo llegué a ir una vez, o en el para mí más entrañable Can-Can, en la calle Alfaros -donde daba igual la cantidad de gente que encontraras, como si había cien: por debajo de 25 años, allí era poeta hasta el apuntador-, cuando hablabas sobre las cosas que se habían hecho en Córdoba recientemente que merecían la pena y, sobre todo, acerca de lo que se quería cambiar respecto a lo que había, la Posada del Potro y Pedro Roso era una referencia. No importa que hablaras con Javier Fernández, con Eduardo García, con Antonio Luis Ginés o con Pablo García Casado: siempre parecía que Pedro Roso les había iluminado el camino. Así que, lo que era para ellos presencia más allá de la esencia de lo que habían vivido, para mí fue, por esa diferencia de años, haber llegado demasiado tarde. Nota aquí.
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