Villamanta
Muy lejos el dorado, solo el dorado campo.
El calor del verano como un golpe en el rostro
y ese dulce sopor de las tardes de siesta.
En invierno los fríos, sabañones. Chascaban
en la lumbre las jaras olorosas y cálidas.
El pueblo. La estación y el tren de carbonilla.
El arroyo y el fresco recuerdo de los juncos.
La torre. Las campanas llamando a la novena.
La lumbre de San Blas como un rito pagano.
Y yo aprendiendo entonces a vivir en sus luces.
La plaza como un sueño, un resplandor de fuego
que me trae todavía el recuerdo y la vida
de la niñez perdida en los años del frío.
Los cigarros de anís junto al ayuntamiento,
Tío Pavana y su cesta milagrosa y magnífica,
cargada de ilusiones pequeñas como un sueño.
Los años de una infancia me vienen esta noche,
aquel primer deseo de la carne y la sangre,
paraíso y primera manzana del pecado.
El futuro soñado, la vida que empezaba
en las calles, el aire con el olor a leña.
Pero siempre he sabido que una noche de invierno,
ya mis años vencidos, pensaría en el pueblo
que se mete en mi sangre. Tan lejano y tan cerca.
Su recuerdo me abraza como un niño pequeño.
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