Ana nos cuenta por Facebook.
ANIVERSARIO
A las siete y media de aquella mañana iba yo a trabajar, medio dormida como siempre, oyendo más que escuchando, la radio del coche mientras mis pensamientos se iban quién sabe dónde. El Paseo de las Delicias estaba atascado, también como siempre. Me costó cruzar Atocha; en el Paseo del Prado el tráfico era un poco más fluido. Hacía frío fuera y creo que lloviznaba, pero Neptuno seguía impertérrito con su tridente y medio desnudo. Estaba parada en un semáforo de Cibeles cuando sentí un leve temblor en el coche, raro, como si algo hubiera reventado dentro, y un ruido sordo. Yo entonces tenía un coche muy viejo y pensé ya me ha dejado tirada este cabrón, por un día que iba a llegar pronto al Instituto. Pero no, el semáforo se abrió y el coche siguió andando tan ricamente. No habían pasado cinco minutos cuando Iñaki anunció que había estallado una bomba en Atocha. Las noticias eran confusas e imprecisas. No se sabía exactamente el lugar ni si había víctimas. No se sabía nada y la SER siguió con el "Hoy por hoy" sin demasiados aspavientos. Por entonces ETA llevaba una temporadita sin matar, aunque periódicamente dejaba una huella de su existencia, marcando territorio. Proferí todos los juramentos que me sabía contra esa pesadilla que nos atormentaba desde hacía tantos años y seguí mi camino, mi rutina. Seguramente se me olvidó enseguida; seguramente mi cabeza continuó buscando solución a algún problema doméstico, como siempre. Como siempre entré al bar del Instituto a tomarme un café y, aunque era muy temprano, ya estaba mi compañera, también como siempre. La radio del bar habló de un tren y de veinte muertos y las dos nos estremecimos. No sé cuántos muertos son necesarios para estremecerse. Nos sentamos con el café y supongo que hablamos de cosas, de cualquier cosa. Iban llegando compañeras -y digo bien, compañeras, porque estoy hablando del Instituto de la Mujer y teníamos mayoría absoluta- y todas llegaban con noticias frescas, a cuál más terrible.
A lo largo de la mañana se fueron mezclando los muertos y los heridos con los papeles, con el trabajo. Me llamó mi madre, llamé a mis hijos, me llamaron amigos, llamé a amigos. Todos estábamos en nuestro sitio, como siempre, pero los muertos seguían amontonándose. Ya no era una bomba, eran tres bombas. Ya no era un tren, eran tres trenes. Cuarenta, cincuenta, setenta y cinco, noventa, cien, doscientos. Casi dos mil heridos, mutilados, rotos. La radio pedía sangre, la gente corría a donar sangre. La radio pedía mantas, la gente sacaba las mantas de sus camas. Los taxistas transportaban gratis a aquel inmenso mortuorio improvisado en el IFEMA a padres angustiados, a novios, a hijos, para buscar a los que no querían encontrar. Las furgonetas de reparto repartían heridos a los hospitales. Cuando salí de trabajar ya había caído sobre Madrid un manto de horror. Madrid ya era un inmenso estremecimiento, ya no era como siempre. Me acuerdo de que vino conmigo una compañera en el coche y por la M-30 los conductores no hablaban ni despotricaban. Tenían el rostro contraído de miedo, de rabia, de dolor, de preguntas. Los coches se hacían pequeñitos al paso de las ambulancias, las sirenas nos penetraban en los oídos y se adueñaban de nuestras cabezas resonando, resonando. En la radio hablaban del tipo de explosivos porque, según cuál fuera, los muertos eran de unos o eran de otros. Pero los muertos estaban igualmente muertos. Los teléfonos móviles sonaban en las mochilas de los chicos guapos muertos, en los bolsos de las mujeres muertas, en las carteras de los hombres muertos, en los bolsillos de los obreros muertos, en los vaqueros ajustados de las chicas guapas muertas. Por una cruel paradoja, en algunos sonaba la canción de moda.
José María Aznar se enfadó mucho con un periodista que le preguntó en la rueda de prensa por los autores del atentado. -¿Lo duda usted? -le contestó muy ofendido.
La televisión nos mostró los amasijos de hierro, los zapatos perdidos, las camillas, las carreras, los muertos. Lloré todo el día. Alguien dijo no sé qué de unas cintas en árabe encontradas en un coche.
Al día siguiente amaneció lloviendo a cántaros. El cielo de Madrid no paraba de llorar. La manifestación se convocó en Colón. Yo subía desde el sur y solo pude llegar hasta Atocha y en todas direcciones las calles estaban atestadas. Madrid era una ciudad muy pequeña para tantos muertos. Fui con Marta y una amiga suya vasca, no sé si de Bilbao. Era una chica joven como Marta, guapa como Marta, alegre como Marta, estudiante como Marta, que le gustaban los chicos y el cine y la música, como a Marta. Pero era vasca y nos contó que un hijo de puta le había dicho estarás contenta con lo que han hecho los tuyos.
La multitud gritaba no estamos todos, faltan doscientos. La multitud lloraba. La multitud preguntaba a gritos quién ha sido, quién ha sido, quién ha sido. Cada vez llovía más y el ruido de la lluvia en los paraguas también preguntaba quién ha sido, quién ha sido, quién ha sido...
Hace veintiun años de aquel horror y la vida ha continuado, nos ha seguido engullendo con otros horrores, personales o globales. Pero al menos hoy, 11 de marzo, quiero volver a recordar y a sentir todo aquello y solidarizarme con las madres, con los padres, con los hijos, con las novias, con los que quedaron aquí, rotos para siempre.
0 comentarios:
Publicar un comentario