“No veo el interés de querer gustar. No le veo la gracia al corazoncito, a los ‘me gusta”
De actriz a escritora, la primogénita del pintor Antonio Saura se pasó a la literatura hace unos años tratando de reafirmar su identidad.
Como el personaje del relato de Christopher Isherwood, Marina Saura (Madrid, 67 años) es una cámara. El filtro, la médium a través de los cuales pueden existir otros personajes, otras historias. Ha sido así desde que se empeñó en ser actriz, primero en Gran Bretaña, donde cursó estudios en el Drama Centre londinense, y luego en España, de vuelta de un periplo extranjero que emprendió de preadolescente, tras la traumática separación de sus padres. Primogénita del pintor Antonio Saura, uno de los trazos más violentos y excepcionales del arte contemporáneo español del siglo XX, y de la que fuera su primera esposa, la traductora francosueca Gunhild Madeleine Augot, hace ocho años decidió dar el paso editorial y lanzarse al vacío como escritora con Sin permiso, conjunto de cuentos planteados como interrogantes existenciales que, de alguna manera, encuentran ahora su continuidad en Cara de foto (De Conatus). Un debut en lo novelado, encorsetado en la autoficción, aunque la autora se rebela contra la etiqueta porque, dice, el suyo es un álbum fotográfico que tiene tanto de imágenes personales como ajenas. Instantáneas —a veces, robadas— sobre las que ella, “secretaria de lo invisible”, borda palabras/narraciones de dolorosa intimidad, pero que resuenan universales. “Las fotos que voy captando y haciendo mías me sirven para completar huecos. No intento corregir lo que no haya sido correcto, o embellecer una historia que no fuera perfecta, se trata más bien de llenar blancos, vacíos, olvidos”, concede. Despreocupada por la validación de otros que no sean los suyos o caer bien (en eso, admite, sale a su padre; el físico, imponente, es genética materna), de lo único sobre lo que no le apetece hablar son los dimes y diretes de la polémica fundación conquense con la que pleiteó por los derechos de la obra paterna, de la que es heredera junto a la segunda esposa del pintor (la cubana Mercedes Beldarraín) y hoy gestiona a través de la Fondation Archives Antonio Saura, con sede en Ginebra, donde reside desde hace unos años por amor.
Supongo que sabe del debate literario sobre la autoficción, que si recurso de cobardes, que si testimonio del dolor… ¿Por qué decidió contarse así?
Es una etiqueta comercial, yo no la habría elegido jamás, ni la defiendo ni la adopto, pero en alguna parte te tienen que colocar. Utilizo experiencias personales, percepciones subjetivas más o menos de alcance para hablar de cosas que puedan llegar a mucha gente, pero mi objetivo nunca ha sido ni contarme ni, por supuesto, desahogarme. Este libro lo empecé en tercera persona, pero luego pasé a la primera porque creo que el lector se identifica más con el yo, cuando hablas de un proceso de aprendizaje que va de la infancia y la juventud a la madurez, si puede meterse en el cuerpo de esa niña protagonista y navegar dentro de sus experiencias. Solo es un recurso narrativo. Lo que he hecho es contar hechos indemostrables con emociones reales.
¿Entonces esa Olga fotógrafa/narradora no es usted?
Digamos que es una versión. Si he recurrido al yo y a historias de mi propia familia es porque me interesaba escribir un libro sobre cómo aprende uno a amar, a través sobre todo de las herencias. La construcción de la imagen de uno mismo se nutre de las imágenes de otros, forma parte de una necesidad. Es como un arcimboldo, como construir un pequeño Frankenstein.
Ya que ha salido a relucir el monstruo, usted ha sido traductora de libros de terror. ¿La ayudó en su proceso como escritora?
No soy miedosa en la realidad, pero luego no puedo ver películas o leer novelas de horror, me pone enferma. En una época en la que no podía ganarme la vida como actriz, busqué trabajo como traductora y entré en Planeta; me pusieron ante una mesa repleta de libros de editoriales extranjeras, me dijeron que eligiese lo que quisiera y me llevé a casa una docena de volúmenes. Escogí los que más miedo me dieron porque pensé que, si los iba a traducir, iba a domar ese miedo y conocer sus mecanismos. Nota aquí.
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