Celia, de Cuba para el mundo
Cuando el planeta le rinde honores al cumplirse el centenario de su natalicio, seguramente en su isla, al menos a nivel oficial, la efeméride pasará sin mencionar su legado.
El mes de noviembre de 1991 me ha dejado tres muescas indelebles en lo más amable de mi memoria.
Había llegado al balneario de Cancún invitado a cubrir como periodista un maravilloso Festival de la Cultura del Caribe que se instituía ese año y, apenas entré en el hotel donde nos alojaríamos, el colega mexicano Paco Ignacio Taibo II me sorprendió con el mejor de los regalos posibles: unos cuatro o cinco ejemplares de mi recién estampada novela Pasado perfecto, que, imposibilitado de publicarla en Cuba, al fin había sido editada por una muy modesta colección de la Universidad mexicana de Guadalajara. Para los que hemos tenido una experiencia similar, saben lo que significa ver materializado, convertido en objeto legible y permanente, el esfuerzo solitario de meses o años de escritura. Yo estaba, por supuesto, exultante y feliz.
Luego, en los días siguientes y ya en marcha el Festival, tuve otras dos experiencias que también se tornarían inolvidables. La primera fue que, luego de asistir al concierto ofrecido por Willie Colón y su banda, fui uno de los alrededor de cien invitados a fungir como testigo de la boda civil de ese artista ya mítico, El Malo de la salsa, el artífice junto a Rubén Blades de ese clásico de la música latina que es Siembra, calificado por un amigo mío como “El Abbey Road de la salsa”.
Sin embargo, fue la tercera experiencia la que más importa ahora: y es que, entre las megaestrellas presentes en aquel extraordinario evento, estaba mi compatriota Celia Cruz que actuaría, que actuó, acompañada por la banda de otro monstruo de la música universal, el timbalero Tito Puente.
Han pasado más de treinta años de la celebración de aquel concierto y todavía hoy cierro los ojos y recupero imágenes: Celia Cruz, la guarachera de Cuba, ya coronada como la emperatriz de la salsa, desbordaba el escenario con su voz, su movimiento, su gracia criolla y su traje de lentejuelas y la peluca plateada, mientras lanzaba al cielo del Caribe su tan cubano grito de combate: "¡Azúcar!" Su actuación, como no podía dejar de ser, me conectaba de forma avasallante con una grandeza artística de la que tanto había oído hablar, con una forma de cantar que parecía inmune al paso del tiempo, un poder escénico y cultural que solo era posible asimilar en toda su dimensión viéndola hacer ante mí lo que por sesenta años ella hizo por medio mundo: embrujar a todos con su voz y su incombustible simpatía cubana. Nota aquí.
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