La gran nevada
La hermosura de la nieve es inseparable de sus peligros. No puede evitarse que surja una ilusión infantil cuando empiezan a caer del cielo la magia, los recuerdos y los copos. Queremos que siga, que resista su fuego helado en el aire, que cubra los tejados, los arbustos, las aceras, y permanezca el tiempo necesario para cuajar. Por eso resulta inevitable pensar también en las carreteras, las estaciones sin tránsito, los pueblos aislados, las ciudades bloqueadas, los viajeros atrapados, los mendigos en los soportales, las barriadas sin electricidad. La nieve hermosa cae e invade los campos blancos, la vida blanca, la casa blanca.
Los copos, de uno en uno, tienen la inconsistencia de un sueño o de una mentira. Son fugaces, pero caen sobre nosotros para tejer ilusiones, como caen poco a poco las ideas, las noticias y los sentimientos que se hacen parte de los trabajos y los días, de los insomnios y del amanecer. Los copos se posan igual que pájaros en las ramas, ponen pie a tierra, humedecen el tronco de los árboles, se abrazan a nuestra estatura, nos empapan hasta convertirse en un instinto o en la ética de una conciencia íntima. La conciencia que nos obliga. Si conseguimos conservar el calor y la ética de un hogar propio, hundimos los pies en un suelo nevado para decir sí o decir no. Si dependemos del invierno, salimos a hacer muñecos de nieve en las grandes superficies de los centros comerciales o a gritar de manera furibunda, como quien arroja bolas sin medida y acaba por hacer daño. Mucho daño. Hay un paso entre el juego y el dolor. Nota aquí.
0 comentarios:
Publicar un comentario