No hay bar que por bien no venga
Criarse en O Pincho (Cee, A Coruña) significa asumir que el tiempo de tus padres y el mando de la tele se comparten con los clientes, las vacaciones no existen y la esclavitud no se abolió en el siglo XIX.
En la aldea hay dos servicios que siempre están de guardia: el cura y el bar. Mala cosa si uno u otro tienen la persiana bajada. En los años sesenta, mis abuelos asumieron la responsabilidad de regentar uno de estos dos lugares sacros y como en mi casa las relaciones con Dios siempre han tenido altibajos, optaron por montar un bar en vez de una iglesia.
Casi en el fin del mundo, en la parroquia de Pereiriña (Cee), a medio camino entre Fisterra y Muxía, está el bar de la familia. En el rural gallego, la gente se conoce por el apodo de la casa —los apellidos son accesorios— y el bar, como no podía ser de otra manera, llevó el mote de la prole: O Pincho. Cuenta mi abuela Maruja, que un tataratío poco ducho en el arte de la semántica pescó un día un pinto y empezó a gritar: “¡Pesquei un pincho! ¡Un pincho!”. Los vecinos, siempre al acecho, lo escucharon y como todo apodo que surge de la mofa, el pobre hombre y todos los descendientes que vinimos atrás quedamos bautizados como los pinchos.
Las últimas tres generaciones de pinchos se criaron en el bar. Mi padre dormía la siesta en un hueco del mostrador. Mi hermana tenía la cuna debajo del televisor y yo llegué a convertir un viejo vivero, antaño repleto de nécoras y centollas, en una casita improvisada de juguetes donde pasaba las tardes. Ahora, mi sobrina aprende a caminar haciendo kilómetros alrededor de la barra.
O Pincho siempre ha sido una casa de comidas de esas de menú diario y raciones industriales. Primero la abuela Maruja y ahora mi madre, que se llama como el sonido de una ambulancia —Nina—, configuran el alma del Pincho. La carta es la misma desde que hay memoria: la abuela sigue poniendo los callos a adobar los sábados por la tarde y mi madre embadurna la cocina de harina los jueves por la mañana para hacer la empanada. Y siempre, siempre, huele a churrasco. Nota aquí.
0 comentarios:
Publicar un comentario