El tiempo
Si usted la hubiera visto, amigo mío,
el perfume que salía de su blusa,
la forma de apoyarse en cualquier sitio,
o, simple y llanamente,
esa manera tan suya de mirarte.
No ha llegado usted a conocerla
en sus años mejores.
Cuando andaba por calles y por bares,
acuchillando noches y bebiendo
la sangre de la vida.
Mirarla, ya le digo, era la gloria:
morena y muy delgada,
y esa piel que parecía -a qué negarlo-
un verso de Neruda.
Como a todos,
a mí también me tenía enamorado.
Y hubiera dado, lo juro, cualquier cosa
por una madrugada,
los dos juntos,
en cualquiera de esos bares de suburbio
que ella frecuentaba por entonces.
Usted conoce bien, estoy seguro,
lo que ocurre con amores como éstos.
Se van por el lavabo como el agua,
girando, dando vueltas, dulcemente.
No dejan ni un rasguño, ni una huella
en tanto corazón abandonado.
Fueron tiempos felices.
Muchas veces
recuerdo esa humedad en el asfalto,
y las oscuras calles sin un alma,
las madrugadas frías,
la búsqueda apurada
donde tomar la espuela.
Y ella -me parece estarla viendo-,
fumando un cigarrillo
y su tos como un tibio sobresalto.
Ya ve usted, amigo, quién diría
que es la misma mujer, cansada y triste,
que se cruzó hace un rato con nosotros
y, sin ganas,
nos presentó a su nieta.
Le aseguro
que es la misma mujer que hace unos años
nos volvió a todos locos.
Y felices.
(Es mentira que el tiempo
dulcifique los recuerdos)
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