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MARADONA, UN MAR INFINITO
Diego Armando Maradona está muerto.
Cosa extraña los sentimientos. Un pibe que jamás lo vio jugar, más que en algún que otro video que el padre se “clavaba” en una noche de sábado por algún canal deportivo, está desconsolado.
A alguien que ronda la cincuentena, que era adolescente en 1986, se le desgarra el corazón.
Alguno un poco más chico, que tendría diez años en el noventa y, a la distancia, lloró con él en la final de Italia, vuelve a hacerlo ante la noticia negra.
Gente de sesenta, que creció al mismo tiempo, y, mientras su presente se hundía en el fango de la cotidianidad, observó cómo el astro alcanzaba las alturas prometidas, siente que perdió al hermano que llegó lejos.
Los mayores, acostumbrados a que había cosas de las que no se hablaba, que frente a algunos atropellos era mejor no hacer nada, en su momento vieron cómo el pibito de la villa se les plantaba a los poderosos, decía lo que supuestamente no se debía y, sin más armas que una pelota, lograba que el mundo se rindiera a sus pies… Esos hombres, ya grandes, ahora sufren como si hubieran perdido a un hijo díscolo, que lo hacía rabiar tanto como sonreír.
La sensación es igual en toda Argentina. Y esos escalofríos que no cesan incluso traspasan la frontera.
Porque Maradona fue, es y será Maradona en cada rincón del globo.
Si uno es la cantidad de lágrimas que se derraman por él cuando llega la partida final, el Diez es un mar infinito.
El porqué es una de las claves para desentrañar lo que significa decir Maradona.
Diego es alegría.
Es pueblo.
Es pasarla bien y, a la vez, sufrir.
Es saber arrancar desde abajo, pero bien, bien, bien abajo.
Es llegar a lo más alto, pero bien, bien, bien alto, hasta donde ningún humano imaginó.
Es tener rendido a reyes a tus pies y, a la vez, intentar seguir siendo humano.
Es, justamente, ser demasiado humano, para bien y para mal.
Es observar al costado y no tener a nadie para mirar de frente (hasta ahora, que quizá se haya encontrado con quien lo pispee incluso desde un poquito, apenas, más arriba).
Es equivocarse.
Es volver a errar.
Es caer hasta donde nadie ha caído.
Es levantarse, una y otra vez.
Es esa persona a la que trataron como a un dios.
Es, también, una deidad terrenal que pretendió ser hombre.
Es ese ser por el que preguntará nuestra descendencia, y quienes le seguirán, y los que nazcan después y después y después…
Para que quede claro: Diego Armando Maradona pasará a estar en libros de deporte, cultura e historia… e incluso de arte, si existe algo de coherencia en quienes los escriban.
La Bombonera (o el Azteca, o el otrora San Paolo, o etc…) se transformará, en los textos, en el nuevo Coliseo. Las fieras, los hombres caídos detrás suyo. Las conquistas serán los goles, los pases, las jugadas inimaginables…
Cada cual tiene “su” Diego.
En los barrios humildes es la identificación del que logró salir del lodo, pero sin sacarse del todo el barro de los botines, porque nunca renegó de sus orígenes.
El laburante lo toma como el mejor obrero, porque al don le puso mucho esfuerzo.
La señora de buen pasar no sabe bien por qué, pero se emociona cuando escucha su nombre.
Maradona, habiendo nacido en la pobreza del Gran Buenos Aires, sin saberlo, también vivió en cada rincón del mundo.
Sobre todo, en aquellas esquinas del sur, y cuando digo sur me refiero a algo que no está relacionado con lo geográfico.
Sur como humildad, como pobreza, como sitio del cual querer escapar, pero que, a la vez, es imposible dejar de amar.
También sur como un lugar interno.
El sur que habita en el alma del ser sensible.
Diego es sur.
Diego no fue.
Es.
Será.
Diego está muerto.
Pero vive.
Y vivirá.
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