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Siempre creí que lo conocería. Me parecía que en algún momento me lo iba a cruzar como uno se cruza con algo que siempre estuvo y siempre estará. No sé, era una sensación no un pensamiento. Porque uno sabía que era la persona más conocida del planeta, y, sin embargo, lo sentía cercano, vecino. Una vecindad que inventó él, esa que inspiran los grandes artistas populares, que se meten en nuestra casa desde la radio, la tele, los discos y la habitan. Se vuelven cotidianos, familiares. Diego lo hizo con arte desde el fútbol pero también desde sus luchas. Una vecindad sentimental e ideológica. Porque aquel héroe del mundial del 86 que nos reivindicó simbólicamente frente a Inglaterra, siguió toda su vida peleando con los nortes. Su vereda siempre fue el sur. Estuviera donde estuviera, Diego jugaba siempre en la misma vereda, haciendo patria con la pelota. Quijote rebelde de los sures contra molinos del norte. Un poco loco, potente y débil, un Dios sucio –como dijo Galeano- con barro en los botines, que inflaba el pecho y arremetía con el corazón.
Clemente dijo que Maradona estaba ligado a un asunto fundamental: la felicidad de la gente. Lo dijo hace 40 años. Y sigue ligado a ese asunto. Porque cada vez que un pibe o una piba pone play y ve el segundo gol a los ingleses, Maradona vuelve a reivindicarnos, vuelve a hacer ese gol imposible, a ser ese barrilete cósmico, vuelve a hacernos felices.
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