Camino de San Sebastián
Las escarpadas sierras. El otoño
como una bendición de luz dorada.
Agreste el campo, austeras las encinas.
Una rapaz vigila allá en lo alto.
Ruge el motor. La negra carretera
se desliza fugaz. Y la modorra
del viaje nos abraza perezosa.
El cielo está empedrado y luminoso.
Muy lejos, unos chopos amarillos,
la soledad de Dios por estos campos.
Castilla, la madrastra y pobre hija,
vacía de los hombres, ya no sueña.
Un pueblo está dormido en la distancia.
En lo alto de un otero hay unas ruinas,
sombra ya del tiempo de los héroes
que un día caminaron estas tierras.
Machado me acompaña en este viaje.
La sombra de Caín, errante, vaga,
oculta entre veloces automóviles,
por el campo que rompe la autopista.
Y ya todo es igual, maestro amado.
Estos barbechos, los áridos rastrojos,
el mesón que se anuncia entre neones,
la roja tierra, los ríos agostados,
esta ausencia de almas y de hombres,
sigue siendo la España que bosteza,
vacíos la cabeza y el estómago.
La que nos hiela, maestro, el corazón.
Tal como usted temió que sucediera.
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