Habitación de hotel
en la gris cafetería de un hotel.
Fue hace ya muchos años.
Tenías prisa.
Alguien que te esperaba, me dijiste.
Una cita imposible de evitar.
Hablamos cuatro cosas, tonterías.
Yo te escuchaba.
¡Estabas tan hermosa! Adivinaba
debajo de tu ropa el cuerpo amado.
Y bebía,muy despacio, un café tibio,
para que el tiempo se quedara con nosotros.
Mas yo sabía muy bien que aquel encuentro
era el final de todo. Hubiera dado
la misma eternidad
para que nunca te marcharás
y que fuera una tarde como tantas,
amándonos tú y yo. Y en cualquier sitio.
En las mesas, la gente en sus asuntos,
la rutina del tiempo en esa tarde
de un otoño de lluvias y de frío.
Llevabas, lo recuerdo, un jersey rojo,
el vaquero de pana y el perfume
que me llena aún el pecho cuando cierro
los ojos y recuerdo
tu nombre en el vacío de mi cama.
Por el cristal empañado se veía
la silueta de la Puerta de Toledo.
Y nos llegaba a ráfagas el ruido
de diez mil automóviles,
un semáforo en rojo entre la lluvia.
Qué suave es la tristeza de los bares
cuando en la misma barra está el olvido
y bebe con su ausencia el abandono.
Tengo prisa, repetiste. Y te marchaste,
presurosa, hacia la calle.
Un ligerísimo roce en la mejilla,
recuerdo muy liviano de los días
de amor que había tachado el calendario.
Te miré mientras salías
de la cafetería del hotel. En mi bolsillo,
absurdo y sin sentido,
sentía el peso insoportable de la llave
de la soñada habitación que, poco antes,
había yo reservado para dos.
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