Viejos camaradas
No lo recordarás, mas nunca he olvidado
ese instante de sombra, ese estallido
de miedo hasta los huesos. Escuchamos
los gritos de “¡Alto! ¡Policía!”
y nosotros, corriendo, atravesando
las vías y buscando
amparo en cualquier sitio.
El corazón, ya roto de terrores.
Fueron años terribles. Una carnicería
como Aute cantara -¿lo recuerdas?-.
Días extraños y oscuros. Y las noches
de ciclostil, y los panfletos
de madrugadas frías. Los amigos
detenidos, torturados. En la calle
los gritos para nada. El sufrimiento
de una generación que vio la muerte
de las mentes mejores. Tan brillantes.
Y nunca hubo consuelo. Todos fuimos
barridos por los vientos que venían
arrastrando la historia,
el heroísmo inútil, la esperanza,
la libertad soñada que nunca conocimos.
Todo pronto olvidado y enterrado.
Nuestra gente jamás -por dios, maldita sea-
logró un pequeño trago
de aquella borrachera,
de aquella orgía de nueva democracia.
Se quedó con su sangre derramada,
con los años de cárcel, sus estudios a medias,
con la angustia de golpes en la puerta
en cualquier madrugada,
a la hora en punto.
Hoy he encontrado a uno
de aquellos camaradas.
Las canas en el pelo y en el alma.
Ya sin consignas, sin dios, sin esperanzas.
Hablamos. Me preguntó por ti. Le dije
que estabas bien. Y que seguimos juntos.
Y, de pronto, preguntó: ¿Te acuerdas
del salto aquel en Entrevías?
Sonreí. Contesté que nunca lo he olvidado.
Y que, a veces,
me despierto escuchando los disparos.
Mas no quise decirle
que lo que no recuerdo -y que me duele-
es esa libertad que soñábamos entonces.
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