Guía de un amigo
Ya tienen ustedes en los escaparates de las librerías la nueva biografía de Javier Krahe: Ni feo, ni católico, ni sentimental; la anterior, la de Ángel Vivas, es inencontrable y, además, se quedó detenida allá por el 1991, cuando se publicó. Esta llega hasta el final (por desgracia), aunque, para compensar, Federico de Haro la ha escrito con una ilusión contagiosa, ante la que no fuimos inmunes cuantos aportamos nuestro testimonio, tanto que aguardábamos ansiosos por verla editada desde hace al menos un par de años cuando se anunciaba como inminente.
Porque si algo concitaba Javier Krahe era eso: un entusiasmo zumbón y sin aspavientos que te brindaba con el saludo. A continuación, te hacía una observación imprevista sobre cualquier desbarajuste mundanal que te dejaba un tanto incómodo, porque lo acababas de experimentar y ni siquiera habías reparado en lo incorrecto de la expresión o de la circunstancia, como aquello que contaba siempre Gerardo Pérez, el del Café Central, cuando le señaló indignadísimo que los atracos jamás pueden cometerse “a punta de pistola”, como acababa de escuchar en el noticiario televisivo, puesto que este arma presenta un agujero —o sea, lo contrario de una punta— en el extremo con el que se suele amenazar al prójimo antes de perpetrar el delito.
Y como este caso, cientos. Era su manera de mantenerse en guardia ante nuestras necedades cotidianas y, a la vez, le servía para atisbar entre estas estupideces contradictorias los cómicos argumentos de sus canciones. Asunto distinto es que estas le brotasen tan instantáneas como pudieran aparentar por su humorismo; al contrario, pese a su facilidad innata para la rima, Javier Krahe les imponía un metro y este, claro, exigía su pericia y su tiempo para ajustarse debidamente con la Preceptiva. Sin embargo, tal proceder presenta su ventaja secreta, porque los metros poéticos, si se presta oído, se descubre que atraen sigilosamente a un ritmo o a una danza sobre la que se puede convertir, con la debida maña, el material versificado en una canción. Pero advierto; esta operación requiere su ingenio y su tesón, además, no todo era ajustarse a las normas de la composición poética y, por descontado, que Krahe se tomaba sus licencias, pero estas llegaban después y para dotar a la pieza de un cierto aire de improvisación; ¿o acaso la canción, frente al poema, no debe de exhalar siempre un toque de espontaneidad? Pues eso. Nota aquí.
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