domingo, febrero 09, 2025

Bar Montecarlo

 Cafetines de Buenos Aires: el Montecarlo, un rincón de Palermo donde brillan estrellas gallegas y guevaristas

En la esquina de las calles Paraguay y Ravignani el tradicional bar mantiene algunos vestigios del pasado. Cerró en la pandemia y hubo un clamor popular para que volviera a abrir sus puertas.

En Palermo, el barrio porteño que parece transitar una constante transformación, resiste un café que supera los 100 años de existencia y que mantiene su tradición y señorío. Es el Montecarlo. Ocupa la planta baja de la única esquina que preserva su construcción original de dos pisos en el cruce de las calles Paraguay y Ravignani. El Bar Montecarlo abrió en 1922. Hasta la pandemia, estuvo en manos de los Lorenzo. Fue entonces que Gerardo Lorenzo, nieto del fundador, dio por concluida la historia familiar y el local se puso a la venta.

Conocí el Montecarlo en 2014 cuando fui a visitar a unos amigos y buscando lugar donde estacionar me topé con ese tesoro que se mantenía oculto entre enredaderas, vías ferroviarias, viaductos subterráneos y puentes. Recuerdo que Gerardo me pidió un contacto con los miembros de la Comisión de Bares Notables para solicitar ser incluido en el listado y, así, alcanzar otra notoriedad para un rincón poco transitado. Y lo consiguió, en 2015 el Bar Montecarlo fue sumado a la lista.

Cuando el Montecarlo cerró sus puertas se produjo en la zona un hecho conmovedor que, de inmediato, fue cubierto por el periodismo. Los vecinos comenzaron a pegar en sus persianas metálicas mensajes manuscritos pidiendo por su reapertura, por el barrio, por las historias personales vividas en sus mesas y, sobre todo, por ser el único punto de referencia de un Palermo que desaparecía entre demoliciones para construir modernas torres de departamentos y comercios que cambiaban de rubro y estética sin parar.

Al enterarme de la movida popular volví a la esquina de Paraguay y Ravignani para leer los ruegos. Uno me llamó la atención. Era un post-it cuadrado de color amarillo. Su autor me resultó conocido. El texto, familiar. Y si bien no tenía certeza del remitente, no era ilógico que frecuentara el Montecarlo. Entonces, con la intención de retomar el contacto con alguien a quien le había perdido el rastro, escribí a continuación de su firma “Llamame” y puse mi nombre y número de teléfono. El intento no funcionó. Jamás supe quién pegó en la puerta del Montecarlo un mensaje que decía: “No permitiré que la historia cierre. Este ramal no se detiene. Montecarlo, siempre seré suyo”. Y lo firmaba un tal: Martín F.

A mi frustrado enlace lo conocí unos años antes en el Bar Saavedra, un bolichón que estaba frente a la estación ferroviaria del barrio del Polaco Goyeneche. Entre los parroquianos del Saavedra se contaban muchos vendedores ambulantes que hacían la Línea Retiro-Mitre. Entre tantos buscavidas, uno sobresalía por sobre el resto. Era el más exitoso y reconocido del Mitre. Su nombre: Martín Foye. Y se hacía llamar Folletín.

Fiel a su apodo, Folletín andaba de vagón en vagón contando historias en capítulos. Ese era su producto comercial: cuentos. De lunes a jueves narraba episodios nuevos. Los viernes, cuando la cantidad de pasajeros que viajaban al Centro bajaba, hacía un resumen de la semana para que ninguno perdiera el hilo. Al final de cada viaje/relato, entre vítores y aplausos, pasaba la gorra a voluntad entre los pasajeros. Lector empedernido, siendo niño, mucho antes de convertirse en Folletín, Martincito vivió entre libros donde aprendió a jugar descubriendo a los grandes clásicos. Era oriundo de Montecarlo. Pero, no del principado europeo, sino de Montecarlo, provincia de Misiones. Su madre hacía la limpieza en la Biblioteca Municipal del pueblo y lo llevaba al trabajo para que no quedara solo en la casa por tantas horas. Y Martín leía libros sin parar. Nota aquí.







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