El horror
Uno intenta -ya ve usted-
dejar los miedos,
agarrarse con fuerza a la esperanza,
si así lo exige
esta vida de sombras y de engaños.
Visita a un hospital por ese suave
dolor sin importancia.
Y que algún médico,
profesional y muy amable,
te hable en un lenguaje frío, aséptico
que incorporas después
y para siempre,
a tu íntimo y doliente diccionario.
Y aprendes a vivir,
si es que la vida, la vida, amigo mío,
es este estar pendiente
de papeles,
de esas citas temibles
en que vuelves
a ser niño asustado y desvalido
que tiembla cada noche
y tiene miedo
a mirar bajo su cama al acostarse.
Entonces, se lo juro,
así las cosas,
se olvida uno de versos y poemas
y los viejos amantes se hacen niebla
y se esfuman absurdos sobresaltos,
y esa noche gloriosa
en una extraña
ciudad aburrida de provincias,
y los bares desiertos.
Sólo quedan
los hoteles de Hopper,
con luces de neón y soledades.
Usted me entenderá,
mi viejo amigo.
Comprenderá, seguro, mi tristeza.
Estos versos -ay- desesperados,
cuando el futuro es solamente una pastilla
y el presente un pobre pájaro sin alas.
¿Qué quiere que le diga?
Estoy cansado.
Harto de medicinas y de males.
De las buenas palabras y deseos.
(Pues tienes un aspecto
extraordinario. Ya ves.
En cuatro días
a correr por las calles y tabernas).
Prefiero ese silencio dulce y lento.
Cuando en la tarde tranquila
me adormezco
y sueño con ciudades encantadas
y subo a viejos trenes
y me encuentro
a una dama muy bella, misteriosa,
que ojea a Joseph Conrad con tristeza.
(Y yo soy Kurtz y, entonces, me estremece
el horror, el horror que vive ahora
entre mi corazón y sus tinieblas).
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