viernes, diciembre 12, 2025
No Te Va Gustar & Andrés Ciro
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Robe Iniesta
Con Robe se hizo la luz en el infierno
Era un gamberro y a la vez un romántico. Un dinamitero y un filósofo. Un artista de la palabra soez y al mismo tiempo un maestro de la imagen definitiva
Siempre se van demasiado pronto los que nos han ayudado a hacer de la vida una experiencia más plena. También los que nos han llevado a vivirla de un modo más intenso y verdadero. Para muchos Robe Iniesta ha sido la voz propicia de un poeta que abría en la realidad, que nunca es la que nos gustaría y que a veces sabe hacerse aborrecer —empezando por lo que cada uno de nosotros es en lo más profundo—, hendiduras por las que entraba un fulgor que la volvía menos inerte y menos triste. Podía cantarle a la pérdida, a la soledad, a nuestra inagotable capacidad de meter la pata y dañar a otros y a nosotros mismos; pero cuando los versos de Robe apuntaban a esos infiernos, en ellos, parafraseando una de sus canciones, se hacía la luz.
Era un gamberro y a la vez un romántico. Un dinamitero y un filósofo. Un artista de la palabra soez y al mismo tiempo un maestro de la imagen definitiva. “La vida es roja si te vas” y “Mi vida una letra que escribo en hojas en blanco”. Nunca rehuyó el dolor, porque jamás renunció a la libertad ni se apeó, por nada del mundo, de la lealtad a cuanto amaba. Cantó como nadie al arte de perder el tiempo, las batallas, el rumbo y hasta la vida, en ejercicio de esa libertad y esa lealtad innegociables. Y también al de nunca arrepentirse de haber fallado la jugada, cuando es el corazón el que exige tomar el camino desaconsejable y terminar pagando, con intereses y recargos, todos los platos rotos.
Su legado es ingente, e incluye un buen puñado de obras maestras. Desde aquel himno arrollador de los lejanos años de Extremoduro, De acero, hasta esas piezas de su última época, como Del tiempo perdido o El poder del arte, que contienen todo un balance existencial. Con Standby acompañó nuestras desesperanzas, con La ley innata nos hizo descubrir nuestra capacidad de sobreponernos a ellas. Supo mirar el lado amargo de la vida, tan de frente como pocos; y ahí está para atestiguarlo, sin ir más lejos, su Nana cruel. Pero lo hizo sin amargarnos: repartiendo alegría, ganas de ser y de vivir. “Qué importa el ayer si he vuelto a nacer anoche de madrugada”. No morirá el poeta, aunque él se haya ido, mientras sigan sonando sus canciones. Nota aquí.
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Leire Martínez & Edurne
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Félix Maraña
MEDIO SIGLO DE POESÍA
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Fran Mariscal & Kutxi Romero
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Silvia Dotta
La historia de la mujer que por una casualidad descubrió su pasión y hoy es referente del fileteado porteño
Silvia Dotta tiene 58 años y desde los 40 filetea. Estudió diseño gráfico y participó en talleres de actuación, pero su veta esta en otra rama artística: el filete porteño.
Entre las calles plagadas de casas bajas y árboles añosos hay un taller de portón verde lima que resguarda un taller lleno de vida: tarros con agua decolorada, pinceles secos o mojados repartidos sobre las mesas, algunos mates y termos fileteados, otros a medio camino y carteles fileteados colgados en las paredes rojas fuego.
La figura que emerge de ese escenario desbordante de talento es Silvia Dotta con una sonrisa de oreja a oreja y un overol de jean repleto de manchas de pintura.
Sin embargo, para que Silvia llegara a ese taller tuvo que atravesar numerosos cambios. Como si se hubiera desviado del camino las veces necesarias con tal de llegar a destino.
A los 40 años, Dotta sintió que faltaba algo. Había formado una familia, tenía trabajo estable y hasta había cumplido el sueño de la casa propia en Villa Martelli. Pero en lo profesional, la cuenta seguía pendiente. “Me di cuenta de que si quería ser actriz tenía todo para hacerlo, pero no tenía esa pulsión. Ahí decidí enfocarme en mi realización personal”, contó en diálogo con TN.
Lo que no imaginaba era que el destino la iba a cruzar con el filete porteño, ese arte tan nuestro que decora colectivos, carteles y hasta puertas de negocios en Buenos Aires.
Diseño gráfico, actuación y maternidad
Silvia terminó el colegio e intentó formarse en la Escuela Prilidiano Pueyrredón, la llamada “Primitiva Pueyrredón”, pero abandonó al poco tiempo porque fue a visitar su familia a Italia. Al volver estudió diseño gráfico dos años hasta que abandonó. Al tiempo estudió teatro en el taller de Agustín Alesso e hizo el conservatorio de la escuela nacional de arte dramático. La actuación su primer amor: “Ahí me enamoré del teatro, mi primer cambio radical fue hacia la actuación”.
Hizo el taller de Alesso por muchos años hasta que fue al conservatorio de la escuela nacional de arte dramático y dio clases de actuación para primerio y secundario durante 16 años: “Daba clases en nivel inicial, trabaja con niños, hacía teatro y música y las obras anuales”, recordó. También se postulaba a castings, la dedicación a la actuación era plena, hasta que formó una familia.
Cuando tuvo hijos el eje de su vida cambió: “A partir de que fui madre el centro de mi vida fueron mis hijos. Tenía este trabajo —dedicado a la actuación— con la idea que iba a pegar ese laburo como actriz, que al final nunca ocurrió” explicaba con mucha atención.
Silvia hizo hincapié sobre que uno si quiere que algo suceda como quiera, debe tener predisposición y aspirar a ese sueño, pero a veces el enfoque de uno puede verse afectado. “Durante muchos años mi intención estaba más puesta en conseguir trabajos como actriz, pero bueno cumplí 40 años y concretamos otro sueño que fue el de la casa propia”.
El regalo que lo cambió todo
Cuando Silvia alcanzó los 40 años y se mudaron a Villa Martelli se dio cuenta de que sus hijos habían crecido y que podía enfocarse en aquello que sentía incompleto: el ámbito profesional.
Por el lado de la actuación llegó a una conclusión: “Mi marido es actor y tiene una sala de teatro. En realidad si quería ser actriz tenía todo para hacerlo, no lo hacía porque no tenía esa pulsión o deseo. Ahí dije ‘Bueno, voy a abrir las antenas y estar atenta a qué se me presenta’” determinó.
El momento se le apareció casualmente paseando a Tito, su perro, en el barrio al que recién acababan de mudarse. Con él conoció a sus vecinos Freddy y su esposa Susana de León. Los invitó a cenar a su casa y fueron protagonistas de una situación inédita: “Cuando entraron a casa, Susana vio un objeto fileteado colgado de la puerta que me había regalado una de mis mejores amigas para mi cumpleaños 40. A mi me encantaba el filete”, contó. Cuando Susana vio el objeto se sorprendió y le dijo: “Lo fileteé yo, lo dejé en un negocio en San Isidro”.
Las vueltas de la vida resultaron en que el regalo de su amiga, había sido fileteado por su propia vecina. En ese momento Silvia ni lo pensó y le preguntó si se animaba a enseñarle a filetear, a lo que Susana accedió y se forjó un lazo que inició por la vecindad, pero se afianzó por el fileteado.
El flechazo con una técnica centenaria
El aprendizaje no fue fácil. “Arranqué a los 40, sabía que era un camino largo, como aprender a tocar un instrumento. Pero desde el primer día entendí que quería zambullirme en ese universo y darlo todo”, aseguró. Empezó fileteando muebles y objetos antiguos, y se sumergió en la historia y la comunidad de fileteadores, justo cuando las redes sociales empezaban a conectar a los artistas y a darle visibilidad a la técnica. Nota aquí.
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jueves, diciembre 11, 2025
Manuel Jabois
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Café Rivarola
Cafetines de Buenos Aires: el sueño cumplido de dos porteños que abrieron un sitio en la cuadra más parisina de la ciudad
En la manzana de las calles Mitre, Talcahuano, Perón y Uruguay del barrio San Nicolás irrumpe el Pasaje Rivarola, un rincón no muy conocido de Buenos Aires inaugurado en 1924, con otro nombre. Con una simetría idéntica entre ambos frentes, y con duras restricciones acerca del uso de sus edificios, desde 2023 se alza ahí el Café Rivarola: un local que invita a conocer una calle, un pasaje que permite descubrir un café.
En pleno Centro de la ciudad, barrio San Nicolás, un pasaje rompió el dibujo primitivo trazado por Juan de Garay antes de que sucediera el ensanche de Avenida Corrientes, la construcción de la 9 de Julio o el trazado de las diagonales Roca y Sáenz Peña. Es el Pasaje Rivarola, inaugurado en 1924 y que corre con sentido sur/norte en la manzana de las calles Mitre, Talcahuano, Perón y Uruguay.
Antes de contar el Café Rivarola creo conveniente darle un poco de contexto a este rincón no muy conocido de Buenos Aires. En 1924 el país estaba presidido por Marcelo Torcuato de Alvear, un radical liberal porteño que, luego de desempeñarse como embajador en Francia, vino a suceder al gobierno de Hipólito Yrigoyen. La Capital atravesaba su período de la Belle Époque. Y París era el modelo cultural a copiar. Por entonces, la Compañía de Seguros La Rural pidió autorización para perforar la manzana mencionada con la idea de abrir un pasaje. La traza definitiva se recostó sobre Talcahuano porque de haberlo hecho justo por el centro de la manzana hubiese afectado al edificio que la colectividad italiana inauguró en 1914 con entrada por Tte. Gral. Juan Domingo Perón 1372. Se trata de la sede de la Mutual Unione e Benevolenza, la institución italiana creada en La Boca a mediados del siglo XIX que brindaba apoyo a los miembros de la comunidad más numerosa y poderosa de la ciudad por sobre las veleidades de parecer franceses que reinaban entre unas pocas familias porteñas.
Lo cierto es que la apertura del Pasaje La Rural —tal fue su denominación original— resultó un negocio inmobiliario formidable porque transformaba los fondos de los lotes que miraban hacia Talcahuano, con escaso valor comercial por metro cuadrado, en dos frentes de nuevas viviendas. El proyecto arquitectónico fue realizado por el Estudio Petersen, Thiele y Cruz. Y la construcción estuvo a cargo de la empresa de capitales alemanes Geopé, responsable de grandes edificios en la ciudad como por ejemplo: el Correo Central, el Colegio Nacional de Buenos Aires, el Obelisco y el estadio del Club Atlético Boca Juniors “La Bombonera”. Nota aquí.
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Las Pastillas del Abuelo
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Quique González
"Hay más brecha cultural entre mi hija y yo que la que tuve con mi padre"
El músico madrileño afincado desde hace años en Cantabria (y sin pensar en regresar a Madrid) publica nuevo disco, '1973', una fantástica selección de luminosas canciones que aluden a cierto romanticismo generacional.
Quique González (Madrid, 1973) es de esos músicos con los que todavía te puedes tomar un café para charlar sobre su nuevo disco sin necesidad de fanfarria promocional. Y eso que tiene miles de oyentes, llena salas y teatros y su nombre está escrito con letras de oro dentro del panorama musical español de los últimos 25 años. Pero, como siempre, se muestra muy alejado de todo lo que huele a industria y eso genera mucha cercanía.
Quedamos con él por Alonso Martínez en una de esas visitas que ha hecho a Madrid desde la Cantabria en la que vive desde hace años. Hace ya mucho tiempo que dejó de ser el Quique González que vivía en Lavapiés (en Salitre, calle a la que dedicó su magnífico disco homónimo en 2001) y no se le pasa por la cabeza volver. Tampoco reconocería (del todo) el barrio. Pero sí queda el rockero y el amante de la música. El que la trata con respeto, con cariño y honestidad en estos tiempos tan acelerados, tan de Wizink (o el nuevo Movistar Arena), tan de estadios.
Lo demuestra en su nuevo disco, 1973 —editado con su propio sello Varsovia— que tiene cierto poso de mirada generacional a los que comprábamos discos (o Cds), DVDs y coleccionábamos revistas. Los que vemos que hay un mundo que se está acabando… Y, sin embargo, no hay nostalgia ni aquello de que lo nuestro fue mejor. González es un músico generoso y así contesta en esta entrevista. Con timidez y un punto de romanticismo. Le espera una gira larguísima y va a llenarla. Tiene todavía mucho público fiel a su música dylaniana y setentera de guitarra, de letras bien escritas y que va más allá del estribillo resultón.
PREGUNTA. En el álbum La Noche Americana también tenías una canción titulada 73, que aludía a tu año de nacimiento. Han pasado 20 años de ese disco y a mí me parece que en este 1973, aparte del nombre, hay una recuperación de un Quique González de aquellos años (y a cuando teníamos 25 años). O por lo menos una mirada a quien uno es y siempre fue.
RESPUESTA. Sí, yo creo que está bien tirada tu apreciación, porque de hecho cuando hicimos la gira 25 aniversario, eso me obligó a escuchar mis discos anteriores, de hecho hicimos 5 o 6 discos completos durante la gira, y yo creo que eso, no sé si consciente o inconscientemente, o mitad y mitad, me hizo un poco tener cierta perspectiva con lo que había hecho, y yo creo que eso se ha colado en algunas canciones de este disco. Y me parece bonito que sea así, porque también me gusta mirar hacia adelante y tratar de hacer discos que no he hecho, pasar por sitios diferentes, pero también es cierto que somos lo que somos, y que es interesante también recuperar algunas cosas y algunos sonidos y algún tipo de canción que hacía tiempo que no escribía y que me representan también.
P. ¿De alguna manera es un punto de inflexión el disco por el hecho de llamarlo con el año de tu nacimiento?
R. No, yo no hago los discos pensando que van a ser un punto de inflexión, en nada, yo siempre pienso que es un disco en el que se acercará un poco más de gente o se alejará un poco más de gente, pero es la continuación de un camino. No creo en grandes rupturas tampoco.
P. ¿Cómo ha sido el proceso de composición de las letras?
R. Pues mira, la primera canción la escribí cuando estábamos terminando de mezclar Sur en el valle, y de hecho me planteé grabarla e incluirla en el disco, pero me parecía que era un buen punto de partida para lo que venía. Es una canción que está dedicada a mi hija, que me salió un poco por impulso y que se llama STUOPET, el acrónimo de “siempre tendré un ojo puesto en ti”, y bueno, fueron saliendo así las demás. Yo soy muy caótico en la composición. A veces escribo por la noche, a veces escribo por las mañanas, hay canciones que tardo en escribirlas un día y medio, dos días o una semana, y otras que me han costado cerrar la letra casi dos años y medio, no escribiéndolas todos los días, pero bueno, hay canciones que te exigen más, en las que tienes que rascar más, y hay otras que nada más ser paridas, pues ya estás contento con ellas. Nota aquí.
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Milo J, & Mercedes Sosa
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Robe Iniesta
Adiós a Robe Iniesta, la cólera del amor humano ante un mundo irracional
El líder de Extremoduro, fallecido a los 63 años, era un músico que sale cada tres o cuatro generaciones, quizá cada siglo, como los poetas del alma, los genios incomprendidos o los grandes locos lúcidos
A partir de hoy, podrá haber millones de tributos a Robe Iniesta y Extremoduro, pero Robe Iniesta, muerto hoy a los 63 años, sólo hubo y habrá uno. Porque era un músico que, inclasificable en su cólera y su ternura como dos caras de un mismo espejo de destellos impresionantes, sale cada tres o cuatro generaciones, quizá cada siglo, como los poetas del alma, los genios incomprendidos o los grandes locos lúcidos, personas que abren brecha entre los renglones de las sociedades, que van más allá de los márgenes de lo cotidiano para enseñar el valor de lo humano o, como en el caso de Robe, cantarlo con el corazón en la garganta, el alma al aire, a hostias contra los elementos y como que sea que se intenta imponer la luz en el infierno.
“Nada es impensable, nada es imposible, mientras suena esta canción”, cantaba Robe en El poder del arte, tema de su último disco, Se nos lleva el aire, publicado en 2023. Hoy, en un día tan triste como el día de la muerte de Robe ―e imposible de asimilar tras la muerte ayer de otro gigante como Jorge Martínez―, suena casi como un testamento portentoso de lo que significa para la cultura española la figura de Robe Iniesta, un artista sin pretenderlo, un músico transgeneracional, un filósofo de la calle, una voz que cantaba para la gente corriente porque era gente corriente desde que se dio a conocer en la escena musical española con Extremoduro, allá por finales de los años ochenta, cuando en la España multicolor de la movida un grupo de Plasencia, como aquel liderado por él, con tantas ganas de romper decorados, meter el dedo en la llaga y tocar las narices, era lo más parecido a los Sex Pistols que podíamos ver en la tierra del jamón y la bota de vino. Los Sex Pistols españoles podía haber sido una buena etiqueta, pero no hacía falta: eran Extremoduro y a mucha honra, que le diesen a las etiquetas y a las campañas promocionales. Extremoduro o la gran trinchera del rock en España que le debía todo a Leño y Rosendo.
Y si siempre han existido las trincheras, para muchos no hubo una igual como la que simbolizaba Extremoduro. La primera de las trincheras con la que salir a la carga, ya fuera de noche o de madrugada, en el barrio o en el pueblo, con la pandilla o más solo que la una. Ya fuera con nada que perder o con todo perdido. Ya fuera con el campo de batalla a la vista o sin él. Y siempre cuando el deseo puede a toda lógica.
Extremoduro se distinguió del resto por una personalidad poderosa e inquebrantable, combinando rock duro con una afilada lírica existencial. Eran una voz propia. Con un disco de debut como Rock transgresivo, publicado en 1989, iban a la yugular. El desgarro movía canciones como La hoguera, Jesucristo García, Romperás y Emparedado. “Alimento con mi carne buitres negros”, cantaba con rabia Robe en Extremaydura. Buitres negros, los mismos que poblaban la tierra de donde salían. Extremoduro salieron de la nada, literalmente, porque salieron de los páramos de Extremadura, tierra de las bellotas radioactivas y creada por Dios el día que “no había giñado”, donde los trenes tardan en llegar más tiempo que los aviones a Nueva York. El universo de Extremoduro era un universo de marginación. Se soñaba, pero en una atmósfera de pesadilla. Una pesadilla adictiva porque era rompedora, nada complaciente, señalando a fuego todos los desvaríos vitales tan propios de los adolescentes, esos seres que se sienten más marginados que nadie y al mismo tiempo los más importantes del mundo. Los miembros de Extremoduro lo llamaron “rock transgresivo”. Se sentían orgullosos de una etiqueta que además les diferenciaba de los demás, incluidos todos esos grupos como Los Suaves, Barricada, Platero y tú o Reincidentes, con los que tenían nexos de grito subversivo. Una auténtica espada contra los esnobistas que, años más tarde, ya sin Extremoduro, el propio Robe seguiría blandiendo como un jinete solitario durante todo lo que le duró el siglo XXI.
Se ha llegado a asociar el universo de Robe Iniesta con la filosofía irracional de Nietzsche. Más allá de las similitudes de pensamiento entre este filósofo universal y su cancionero, bastaba charlar con Robe, un letrista de raza y autodidacta y a la vez personaje esquivo, para saber que lo suyo era más de andar por casa. Tenía más que ver con Henry Miller y Charles Bukowski, especialmente en ese uso del lenguaje barriobajero y libre poblado de pollas, semen, bragas, rayas y hostias, pero aún más con los poetas a los que cita en sus composiciones como Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca, Pablo Neruda o incluso el novelista Benito Pérez Galdós. De esta forma, si se concluyó alguna vez que Nietzsche escucharía a Extremoduro, entonces, se puede afirmar que Miguel Hernández cantaría las canciones de Extremoduro. Quizá las berrearía el mismo poeta que escribió en su poema Sentado sobre los muertos: “Aquí estoy para vivir / mientras el alma me suene”.
El alma sonaba en las canciones bastardas de Robe Iniesta, que sentía igual de importante a Camarón como Frank Zappa. Decía Jean-Paul Sartre que “toda emoción es una transformación del mundo”. Robe lo sabía. Robe lo cantaba. Robe parecía jugarse la vida en ello. Robe llegaba más lejos de lo que llegaban muchos porque cantaba desde el corazón mismo de una emoción que no nació con una vocación de distinción social y elitismo cultural, como la de tantos iluminados artísticos que han poblado y pueblan las revistas de tendencias y los programas culturales. Porque Robe era minoría absoluta, el filósofo callejero de la gran trinchera, la misma que se homenajeará hoy más que nunca en medios de comunicación y hasta en la sopa, aunque su gran tributo ha venido haciéndose en vida desde hace lustros en las orquestas de todos los pueblos de España. Porque ese es el gran triunfo de Robe Iniesta: ser el poeta más versionado de las verbenas. Eso es patria, como patria es su música, la cólera del amor humano ante un mundo que aún parece más irracional de lo que ya era cuando él se dio a conocer, triunfó y se volvió casi una leyenda en vida.
“Quiero oír una canción que no hable de sandeces y que diga que no sobra el amor”, cantaba en La vereda de la puerta de atrás. Y tanto, Robe. Aún, todavía. O, como rezaba en Sucede, una canción que ayude a que “en la ruina entre la claridad”. En un mundo en ruinas, como el nuestro, su voz no desaparecerá. No puede ni debería. Cuando le entrevisté la primera vez hace ya unos años, Robe estaba sentado frente a mí, cubierto con una manta de abuela y una taza de té, y dijo: “En 50 o 100 años habrá gente que se preguntará quiénes eran estos tipos que dejaron esto como una puta basura. Qué tipejos, qué gentuza”. Esos tipejos éramos todos nosotros si no hacemos nada por cambiar las injusticias obvias y las cosas que sabemos que van mal. Nota aquí.
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Carlos Chaouen
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Marea
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Rodolfo Serrano
Vallecas
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Fernando Lobo & Alexis Díaz Pimienta
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Ramón Serrano
OH SABIA SENECTUD
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Kevin Johansen & Liniers
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miércoles, diciembre 10, 2025
Robe Iniesta
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Joaquín Lera
Echo de menos los mimos del páramo.
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El Niño de la Hipoteca
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Quique González
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Luis Machín
“Alguien tiene que encarnar el mal”
Actor todoterreno, el rosarino es dueño de mil máscaras. Se luce, sobre todo, cuando encarna villanos, pero es capaz de actuar de manera sobresaliente cualquier rol. En la película que se estrena este jueves 11, su personaje aprovecha su posición de poder para hacer negociados durante la última dictadura cívico-militar. “Encarnando a estos personajes uno intenta modificar ciertas formas de pensamiento o incluso de comportamiento”, asegura.
Muchos actores suelen decir que prefieren no abrir un juicio sobre los personajes que interpretan para poder comprenderlos y abordarlos con mayor libertad. Luis Machín forma parte de esa escuela. Cuando se trata de criaturas siniestras, oscuras, incluso repugnantes, el desafío es aún mayor. En Desbarrancada, película dirigida por Guadalupe Yepes con protagónicos de Carla Pandolfi y Machín, que estrena este jueves en salas de todo el país, el actor encarna a un empresario cercano al ejército que aprovecha su posición de poder para hacer negociados durante la última dictadura cívico-militar. Esa trama incluye secuestros, torturas, desaparición forzada de personas y apropiación ilegal de bebés.
En entrevista exclusiva con Página/12, el actor asegura que hubo un punto de inflexión en su carrera. Hace varios años le ofrecieron encarnar a un hombre que abusaba de su propia hija en un capítulo de Mujeres asesinas y dijo que no. Los productores le pidieron que leyera el guión y meditara su decisión. “Me tomé el tiempo y finalmente lo hice. Ahí me di cuenta de que si hacía eso ya no había límites, que a partir de ese momento podría abordar cualquier cosa. Había hecho algunos personajes de este estilo pero siempre enmarcados en rasgos de género; esto era más naturalista”, recuerda. Antes de él hubo dos actores –muy conocidos– que se negaron a hacer el papel porque creían que al público no le iba a gustar verlos en esa situación. “Eso me afirmó más en mi lugar como actor. No hay que pensar que uno tiene un público cautivo. Yo nunca creí en eso. Me parece un error”,afirma.
También le tocó interpretar a otro abusador en Los padecientes y encarnó personajes como Adolf Hitler o Domingo Cavallo. “Esas experiencias con personajes extremadamente complejos y condenables desde todo punto de vista me habilitaron para hacer otras cosas. Una vez que acepto, por necesidad o porque me interesa contar esa historia, me sumerjo ahí. Yo hice a Cavallo y no es una persona con la que tenga ninguna afinidad, hice a Hitler hablando en alemán. Durante un rato entro en la lógica de esos personajes y no me produce contradicción porque los abordo para contar una historia. Alguien tiene que encarnar el mal. Como ciudadano puedo padecer y criticar las políticas económicas de Cavallo; como actor ingreso en esa lógica y lo compongo a partir de la observación”, explica Machín.
A través de estos personajes también se produce una suerte de exorcismo de los traumas colectivos. El actor confía en la potencia de su oficio: “Eso sería lo ideal, al menos desde donde yo pienso la actuación. Contando estas historias y encarnando a estos personajes uno intenta modificar ciertas formas de pensamiento o incluso de comportamiento”, dice, y recuerda que en otras épocas la gente corría a los villanos de películas o radioteatros por la calle. “Hay una especie de herencia maldita de la encarnación del mal porque produce cierto rechazo, pero para mí todo eso es bienvenido”, asegura.
–Hay un detalle muy peculiar en Carlos. Desde el primer momento vemos a este hombre siniestro con un peluquín que se acomoda todo el tiempo. Hay algo de patetismo en ese gesto, una ridiculización que le viene bien al relato porque abre otras aristas del personaje en esa impostura, ¿no?
–Esa fue una idea de Guadalupe y estuvo desde las primeras versiones del guión. Ahí aparece ese costado de ocultamiento que refleja lo que ocurrió con los participantes de ese momento tan oscuro de nuestra historia. El peluquín tiene algo esquemático, es un trazo grueso: él no tiene pelo y quiere tenerlo. Es interesante cómo oculta lo que no tiene y también lo que tiene. El peluquín genera un rechazo. El otro día, en la rueda de prensa había un periodista que estaba bastante enojado con esa decisión. Es algo grosero: por momentos no lo tiene, en las escenas de violencia sexual se lo saca y había una que no quedó, pero con la explosión volaba el quincho de la casa y el quincho de él. Todas estas líneas pueden leerse porque es una película con varias capas.
–Esa complejidad permite registrar (y en tu caso habitar) los grises de un personaje como este. Muchas veces se piensa los relatos en términos dicotómicos de héroes y villanos, pero el mal es algo mucho más complejo e incómodo, ¿no?
–Sí, es algo incómodo de ver. La gente que uno desprecia también tiene sentimientos buenos, una cosa no impide la otra y eso hace que sea mucho más compleja la lectura del mal. La caída, donde Bruno Ganz encarna a Hitler, desató mucha controversia. En su momento la película fue muy criticada por humanizar a una figura como Hitler, pero ahí está la cuestión. A veces, la ficción equivoca el rumbo a la hora de narrar esos personajes, sobre todo las novelas clásicas que dividen todo entre buenos muy buenos y malos muy malos. En este caso, hay otras aristas del personaje: su amigo es cura y es casi como su psicoanalista, él manifiesta que ama a su mujer y desea darle un hijo, oculta a otro hijo con síndrome de Down, pero a la vez le corta las uñas en una escena amorosa. Nota aquí.
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Rodrigo Cuevas & Massiel
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Pedro Pastor
Pedro nos cuenta por Facebook.
Robe Iniesta, nos enseñaste que se podía ser auténtico, honesto y genuino en estos tiempos de pobrezas creativas.
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